domingo, 23 de junio de 2019

EL POTAJE DE ESOPO 9

EL POTAJE DE ESOPO 9

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Deambulación séptima
Acosados

Me ha costado decidirme a escribir sobre la vida laboral tensa de los docentes. Fácilmente se es corporativo y panfletario cuando se toca la fibra emocional propia y ajena. Pero en este blog de educación los docentes no suelen salir bien parados: si excepcionalmente hablamos bien de ellos, no pasa nada.
Lo que voy a contar es el pan nuestro de cada día de mi profesión, lo que a diario veo y vivo. Otros agentes relacionados con la escuela, vg. familias, alumnos, inspectores, concejales, periodistas, etc., quizás tengan una visión del asunto diferente o contrapuesta a la mía, con su correspondiente carga de verdad. La realidad en general admite muchas perspectivas, casi todas respetables.
Planteo que los maestros vivimos una situación normalizada de acoso laboral. En escuelas e institutos se viven muchos tipos de acoso, y la gravedad es trágica cuando los menores son las víctimas, una lacra que no podemos consentir, que hay que extirpar de raíz. Pero hoy toca hablar de los trabajadores de la tiza.
Especifico “acoso laboral”, porque en el caso de los docentes se produce en el ejercicio de su profesión y no en otro contexto.
De todas las definiciones que he consultado, he extraído cuatro requisitos imprescindibles para hablar de acoso laboral:
1. Debe haber algún tipo de hostigamiento o presión psicológica hacia la persona acosada.
2. Debe producirse en un entorno laboral, como es el caso de los docentes en el ejercicio de su profesión.
3. El hostigamiento no es puntual, no se circunscribe a casos aislados o excepcionales, sino que se produce de manera sistemática y continuada.
4. La persona acosada ve alterada su estabilidad emocional en el ejercicio de su profesión.
Considero que no es condición sine qua non que el perjuicio provenga de superiores jerárquicos. El daño puede originarlo cualquier persona relacionada con el individuo en su ámbito laboral y que, de modo consciente o inconsciente, lesione su dignidad como trabajador y, en consecuencia, su estabilidad psicológica, impidiendo el correcto desarrollo de su labor profesional, la enseñanza en nuestro caso.
Soy consciente de navegar por aguas procelosas, pero asumo los riesgos.
Los primeros que hostigan al docente son sus propios alumnos. Es muy corriente el mal comportamiento en las aulas, desde que se entra hasta que se sale. Habitualmente son conductas disruptivas que impiden el desarrollo normal de las clases: interrupciones gratuitas, de gamberreo, que distraen la atención del conjunto de los alumnos y del docente. Por parte del sujeto que interrumpe, es una falta de respeto descarada al trabajo del maestro y al derecho a la educación del resto de sus compañeros.
Son frecuentes las agresiones entre alumnos. Pero, por desgracia, el agredido directamente, mediante palabras o gestos, puede ser el propio docente.
Imaginen un médico al que le dan codazos mientras hace una cura, un mecánico al que le apagan la luz del foso mientras examina los bajos de un coche, un cocinero al que le retiran las cacerolas del fuego antes de llegar al punto de cocción del guiso o un barrendero al que insultan por la calle mientras hace su faena. En esas condiciones es imposible hacer bien el trabajo que se tiene entre manos y el nivel de ansiedad del sujeto acosado, porque eso es acosar, se dispara.
Ahora pónganse en la piel de un maestro y me cuentan.
Los disruptores se saben intocables. La gente dice: Yo haría esto, yo haría lo otro. No es tan fácil, amigos, la cosa no es tan fácil. En la mayoría de los casos, los sujetos disruptivos están apoyados o protegidos por sus familias, que no comprenden el mal que se hacen sus hijos a sí mismos y al resto, y que no ponen remedio en la parte que les toca. No exagero, quien va todos los días a trabajar a la escuela sabe que no exagero. Y quede claro que rechazo radicalmente cualquier tipo de violencia física o moral por parte del profesorado para atajar determinados comportamientos.
Las causas de las malas conductas, evidentemente, están en las biografías de los alumnos disruptivos. Si analizamos sus vidas, comprenderemos en gran medida su comportamiento. Pero el fenómeno es el que acabo de describir, y, un día tras otro, la tensión que vivimos pasa factura a nuestra estabilidad emocional. Las cuatro condiciones que dimos para hablar de acoso laboral se cumplen cumplidamente y de largo.
¿Podría negarse alguien a entrar en una determinada aula por sufrir acoso laboral? Al fin y al cabo, uno va a su trabajo a educar, a enseñar, a facilitar el acceso a la cultura a las jóvenes generaciones, no a pelear como un gladiador en el circo romano. La cultura es uno de los pilares de la escuela, la escuela no es un simple grupo de ocio juvenil o una institución militar. A veces se les pide a los docentes unas cualidades más propias de instructores militares que de personas que ayudan a crecer a otros. ¡Y mira que es bonito este oficio! Hoy por hoy, no creo que nadie legalmente pueda negarse a entrar a una determinada aula. Si no quieres entrar, tendrás que pedir una baja por depresión. Hay muchas bajas laborales de este tipo.
Las clases salen adelante con un esfuerzo ímprobo y un desgaste psicológico exorbitante de los docentes. Es muy difícil implementar didácticas alternativas en este ambiente hostil. No obstante, deberíamos hacer un análisis del planteamiento pedagógico general de la escuela española y, seguramente, llegaríamos a la conclusión de que hay muchas cosas en el estricto ámbito profesional que habría que cambiar. Los docentes, sin duda, son los principales responsables del funcionamiento de la institución educativa. Me temo que esto es la pescadilla que se muerde la cola.
Las familias, no todas ciertamente, son otro factor de desestabilización. Con una sola familia que quiera hacerte la vida imposible es más que suficiente.
¿Qué se comentará de nosotros en muchos hogares? Un alumno que escucha comentarios vejatorios de su maestro en casa no está en condiciones de convivir con él cinco horas pacíficamente y entusiasmado.
Desde las familias, se piden explicaciones prolijas sobre nimiedades o decisiones diarias que se toman desde el sentido común más elemental. ¡Qué daño nos hace eso! ¡Cuánto tiempo perdido en explicaciones insustanciales, en justificar trivialidades para evitar males mayores!
El maestro es sospechoso, haga lo que haga. Por el wasap de un grupo de padres y madres circulan las calumnias como la pólvora. Y acaban teniendo estatus de verdad. Si nos cuelgan un sambenito, no nos lo sacudiremos de encima en mil años. Un rumor infundado puede tumbar al más pintado. Las quejas al equipo directivo están a la orden del día. Una denuncia a la inspección o en un juzgado, aunque no tenga fundamento real, nos puede amargar la existencia, nos puede arruinar la vida. Aunque ganemos la demanda, el daño psicológico es irreparable.
Con lo que digo, no defiendo la impunidad de los docentes. Sin duda hay que verificar si las denuncias tienen base real. Pero el peligro permanentemente está sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles.
En esta tensa tela de araña, pueden entrar en juego la administración, los medios de comunicación, las editoriales y otros agentes sociales. De mil maneras se puede lastimar al cuerpo docente. Un maestro es muy vulnerable, es muy fácil hacerle daño, y uno lo sabe cada mañana cuando pisa el aula.
Imagino que la situación en Educación Secundaria es, si cabe, más complicada que en Educación Infantil y Primaria. Es un tramo educativo que no conozco directamente, pero no creo que me equivoque mucho. Tiene que haber institutos en los que el ejercicio de la docencia es arriesgado y peligroso.
Ni en las tribunas políticas ni en los medios de comunicación se analiza la responsabilidad de alumnos y familias en el fracaso escolar del sistema educativo. Supongo que no da rédito electoral pedir a estos sectores sociales que favorezcan la educación propia y la de sus convecinos, teniendo comportamientos civilizados en las aulas, poniendo los cinco sentidos en aprender, trabajando con ilusión para superarse, estando un poco pendientes de los hijos.
En el cuerpo docente hay de todo, como en botica, y no somos encantadores de serpientes, pero con la colaboración del alumnado y sus familias la calidad de la enseñanza mejoraría muchos puntos. Es muy difícil enseñar al que no quiere aprender. “¡Un poco de por favor!”, como decía el actor Fernando Tejero en su papel de portero en la serie Aquí no hay quien viva.
De todas formas, la relación tensa y conflictiva de alumnos y profesores es tan antigua como la propia institución escolar. Leyendo las Confesiones de San Agustín, un libro precioso y fascinante del siglo IV d. C., me llamó poderosamente la atención —todavía lo recuerdo, aunque hace casi veinte años que lo leí— el motivo que expone San Agustín para mudarse de Cartago a Roma. Subrayé de rojo el pasaje, de modo que me ha sido fácil encontrarlo:
Pero el motivo más importante y casi único [de trasladarme a Roma] fue que los jóvenes estudiantes de Roma —según había oído— eran más tranquilos y estaban sometidos a una disciplina más severa. No se les permitía, por ejemplo, irrumpir violentamente y cuando les viniera en gana en las clases de maestros que no fueran los suyos.  Tampoco eran admitidos en ellas sin el permiso del maestro. En Cartago, por el contrario, los estudiantes estaban sin control y su conducta era intemperante. Entraban alborotadamente y sin respeto en las aulas, trastornando el orden impuesto por el maestro en beneficio de los alumnos. Su estupidez era increíble, hasta el punto de cometer gamberradas que deberían ser castigadas por la ley, si la costumbre no los protegiera.
Como vemos, el gamberreo, el no dejar dar clase, el acoso al profesor, viene de lejos. San Agustín en aquellos momentos se dedicaba a la educación de jóvenes de las clases acomodadas. No imaginaba que algún día sería el obispo de Hipona. En Roma busca poder ejercer su profesión con dignidad, sólo eso. En la actualidad, solicitaría un cambio de destino en el concurso de traslados.
Muchos docentes demandan lo mismo: poder enseñar con unas mínimas condiciones de respeto, sin padecer tensiones y vejaciones gratuitas. Sin unos mínimos ambientales, es imposible desempeñar esta maravillosa profesión.
El riesgo de tener problemas de este tipo lo tenemos todos, nadie es invulnerable. No te pasa hasta que te pasa.
¿Soluciones? No quiero echar balones fuera, pero la cosa está complicada. No es vana palabrería decir que debemos aunar esfuerzos desde todos los frentes, estudiar estrategias y llevarlas a cabo. Todos nuestros alumnos, sin excepción, merecen un ambiente escolar amable donde recibir una educación de calidad. Como sociedad, mirando al presente y al futuro, no podemos permitirnos una debacle educativa. Reconducir ambientes dañados lleva su tiempo y muchísimo esfuerzo, pero ¿para qué estamos aquí?, ¿para qué somos maestros?, ¿para qué somos estudiantes?, ¿para qué tenemos hijos? 
Mientras tanto, un mientras y un tanto que van para largo, maestros y maestras, traguen saliva y afronten con valor cada día. Y, si tienen miedo, lo disimulan e intentan no venirse abajo. Lo último es derrumbarse. El instinto de supervivencia es un gran aliado. Y en las aulas tenemos de todo, también chicos maravillosos que nos piden que seamos fuertes, que estemos con ellos en el difícil mundo que les toca vivir, que no nos rindamos, porque somos para ellos un punto de referencia valiosísimo. Por unos y por otros —todos son ciudadanos con derecho a la educación—, y por nosotros mismos, aguantemos el tipo.
¡Suerte!
Carlos Cuadrado Gómez