domingo, 9 de octubre de 2016

SOBRE LA JORNADA CONTINUA

SOBRE LA JORNADA CONTINUA

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Confieso que he sido y soy a día de hoy detractor de la jornada continua en los colegios de Educación Infantil y Primaria. He discutido acaloradamente en foros privados y públicos sobre el asunto, defendiendo la jornada continua como mejor para los alumnos. En los claustros en los que se ha planteado el cambio de jornada —siempre de la jornada partida a la jornada continua— mi postura y mi voto han sido contrarios al cambio, aunque sólo en una ocasión mi opción ha ganado la votación del claustro. En este artículo no pretendo explicar la mecánica legal para que se produzca un cambio de jornada, pues es fácil por Internet tener acceso a la legislación correspondiente. Tampoco pretendo sentar cátedra sobre el horario escolar, únicamente expreso respetuosamente mis sensaciones y opiniones, como quien escribe un diario personal con la intención de leerlo más adelante y saber qué pensaba uno cuando escribió lo que escribió. Para mí esta es una guerra perdida y guardo mis energías para otras batallas de las muchas que hay en la escuela pública.
Por azares de la vida, es decir, por el azar que es un concurso de traslados, por primera vez comienzo el curso en un centro con jornada continua. Soy nuevo en el lugar. En un mes es imposible hacer un juicio de valor sobre una institución escolar, que mantengo en el anonimato, pues lo que aquí voy a decir no tiene nada que ver con un centro concreto. Supongo que mis impresiones serían las mismas en cualquier lugar. Adelanto que de momento estoy a gusto y puedo hacer mi trabajo sin cortapisas gratuitas o zancadillas de algún estamento de la institución.
Quiero escribir este artículo antes de que me acostumbre al nuevo horario. Los alumnos tienen tres sesiones antes del recreo (de 09:00 h a 11:45 h) y dos sesiones después (de 12:15 h a 14:00 h). Los profesores trabajamos una hora más (“la exclusiva”) hasta las 15:00 h.
Por primera vez en mi vida laboral, el lunes 3 de octubre me fui a mi casa a las tres de la tarde. Tenía una sensación extraña, me parecía que no había hecho una jornada laboral completa, que me escapaba del colegio. Para mis costumbres, acabé de comer muy tarde: eran las cuatro de la tarde. Estoy acostumbrado a un horario “europeo” de comidas, llevo muchos años comiendo entre la una y media y las dos. Me senté un momento en el sofá y dormité un rato. No me sentó bien. Luego seguí las actividades normales de la tarde a la misma hora que cuando salía a las cuatro del colegio.
Para defender mi posición contraria a la jornada continua he utilizado una serie de argumentos que expondré al final del artículo. Me siguen pareciendo válidos. Pero que esperen de momento.
Como he dicho, antes del recreo tenemos tres sesiones, dos de una hora y una de cuarenta y cinco minutos. Me parece larguísimo para niños de ocho años —tengo un tercero de Primaria—. Y, si es largo para niños de 8 años, para niños de 6, de 5, de 4 o de 3 tiene que ser eterno. Pasan bien las dos primeras horas, pero a las once tienen hambre, sed y ganas de ir al cuarto de baño. No me extraña, porque a mí me pasa lo mismo. Miran el reloj de la clase a partir de las once muchas veces, como diciendo: ¡Cuándo se acaba esto y me puedo echar una carrera!
El martes pasado vinieron a darnos una charla sobre buenos hábitos de higiene y salud. Fue de diez a once. La charla resultó muy aburrida. Cuando se marchó la ponente, ¡todavía nos quedaban tres cuartos de hora para salir al patio! A los chicos les dolían los huesos, ya no sabían cómo ponerse en la silla. Decidí bajar al patio, dar una carrera rápida y volver a clase. Cambié el orden de las asignaturas. Al subir hicimos Plástica, porque ¿quién era el majo que se ponía a dar matemáticas con un mínimo de éxito? Tenían la atención por los suelos. Después del recreo tuvieron una hora de Educación Física. Y a última hora hicimos las matemáticas, de 13:15 h a 14:00 h, más por mi empeño que por condiciones anímicas y mentales de mis alumnos, que no creo que a esas horas estén para matemáticas creativas.
La clase que se da después del recreo es “pasable”: han evacuado, han comido, han corrido y parece que han renovado las fuerzas. Pero la última es muy difícil de aprovechar. Evidentemente, a todo se acostumbra la gente, incluido un servidor, y son niños que tienen este horario desde hace años. Pienso que iremos pillando el ritmo. Ojalá no sea un iluso.
Tengo la sensación de que hacemos una jornada escolar “embutida”, apretada como un chorizo o una morcilla, aunque las horas totales de clase y recreo son las mismas en cualquier tipo de jornada. Los niños se van a las dos, y, “si te he visto, no me acuerdo”. ¡Cuánta tarde tienen por delante! Y no creo que un porcentaje alto de la población infantil del barrio donde está el colegio dedique la tarde a actividades extraescolares de calidad.
Que yo sepa, casi todos los que se quedan a comer en el colegio tienen beca de comedor. El barrio es humilde y muchos niños se benefician de este servicio, cosa que me parece de justicia. No obstante, de mi clase sólo se quedan siete de veinticinco, que es un porcentaje muy bajo en comparación con los alumnos que tenía de comedor cuando trabajaba con jornada partida.
A los compañeros de claustro sólo los veo en el desayuno. Cumplen escrupulosamente su jornada hasta las tres, pero en las reuniones tengo la impresión de que nadie está dispuesto a que se sobrepase esa hora ni un minuto. A esas horas, en las que no se sabe si es mañana o tarde, todo el mundo tiene más hambre que “los pavos de Manolo”. Me parece que no me da tiempo a casi nada, y me traigo bastante trabajo a casa. Esos quince minutillos que se pueden echar de clavo en la exclusiva en una jornada partida se pierden.
Dicho lo anterior, no veo las ventajas de una jornada continua. No me parece que los alumnos salgan beneficiados. Para mí veo la pequeña ventaja de que me ahorro la molestia de tener que arrancar a trabajar después de comer: es un momento crítico, de pocas ganas de coger la tiza, de pensar lo bien que estaría uno en su casa. Pero esa molesta sensación se pasa a los cinco minutos y uno sigue como si tal cosa. En mi caso, siempre he aprovechado bien las tardes. Sé que mucha gente no es de mi opinión, y la respeto.
Ahora es el momento de acometer los argumentos contrarios a la jornada continua que he prometido líneas más arriba.
Ningún estudio “independiente” de los que he consultado (Elena Martín Ortega, Rafael Feito Alonso, Mariano Fernández Enguita, etc.) concluye que la jornada continua mejore los resultados académicos de los alumnos. Tampoco he leído que los empeoren. Se señala que la jornada partida se adapta mejor a los biorritmos de los niños y que hay más fatiga en la jornada continua (matinal). En muchos casos, el comedor escolar y las actividades extraescolares acaban desapareciendo de la institución escolar.
En mi entorno (el Sur de Madrid), que yo sepa, ningún colegio privado, sostenido o sin sostener con fondos públicos, tiene la jornada continua. En la escuela pública con la jornada continua acortamos de facto un par de horas el tiempo en el que la institución está en funcionamiento. El servicio de comedor pasa a formar parte de las actividades extraescolares incluso en el horario, sale de la dinámica general del colegio. Ciertamente, los conflictos del recreo de comedor no llegan al profesorado, empiezan y terminan con los monitores de comedor; con la jornada partida salpican en parte a la labor docente, pero en la mentalidad del niño su comportamiento como comensal no está separado de su comportamiento como alumno, forma un todo en su condición de educando, y pienso que es mejor. No sé qué sucede en la jornada continua, por eso sobre esto no opino más.
La calidad de las actividades extraescolares que alargan el tiempo de comedor hasta las cuatro o las cinco de la tarde no suele ser excelente en los centros públicos, al menos es lo que yo he visto en mi vida profesional. Imagino que las familias prefieren que sus hijos, si es que tienen que estar en el centro hasta las cuatro, estén con maestros que con monitores de tiempo libre, dicho sea con el mayor de los respetos a esos profesionales, de modo que no se produzca un corte en el contínuum educativo desde que los niños entran hasta que salen del colegio. No me extrañaría que hubiera o ya esté habiendo un éxodo a la enseñanza privada de familias con cierto nivel económico y educativo por este motivo. Corremos el riesgo de que haya dos redes educativas que claramente y sin disimulo separen las clases sociales por su nivel económico y cultural: la pública con jornada continua y la privada con jornada partida.
Me parece que para los niños con menos recursos económicos tanta tarde libre incrementa el tiempo dedicado a los videojuegos o a estar en la calle matando el tiempo, haciendo no sabemos qué. Salen perjudicados con este tipo de jornada. Incluso si van a su casa a comer y regresan por la tarde al colegio, es mejor para ellos una jornada partida. Están más tiempo atendidos y controlados por adultos. No es lo mismo meterse en casa a las dos que a las cuatro o las cinco. Esto que digo, por supuesto, no es ninguna afirmación con base científica, me lo dicta “mi particular sentido común”.
En conclusión, en la semana que llevo con la jornada continua no he “experimentado” los beneficios respecto de la jornada partida por ningún lado. Como nunca he vivido en la misma localidad del centro de trabajo y he comido siempre en el comedor escolar, me aprovecho del hecho de comer en mi casa, en silencio, con un “vasico” de vino tinto o blanco —lo recomienda el doctor Fuster; de paso, ahorro dinero porque cocino yo. Y a continuación me doy una cabezada, que no me sienta bien, como he dicho antes. Estoy pensando en eliminarla y, nada más comer, recoger y salir a andar o a hacer las compras en el súper del barrio. Porque me cuesta, con la comida en la boca, leer a Spinoza o revisar el borrador del libro que tengo entre manos para publicar. La verdad es que estoy un poco descolocado con estos horarios. Con toda seguridad, me adaptaré y volveré a mi ser. De momento esto es lo que hay.

Carlos Cuadrado Gómez

miércoles, 10 de agosto de 2016

¿ES QUE NO SE PUEDE ELEGIR AL DIRECTOR?

¿ES QUE NO SE PUEDE ELEGIR AL DIRECTOR?

He seguido por la prensa los conflictos que a causa de la selección de directores ha habido en los últimos meses en la Comunidad de Madrid. En un pleno de julio de la Asamblea de Madrid, en la sesión de control al gobierno de la Comunidad, el consejero de Educación y la propia Presidenta han tenido que responder a preguntas de la oposición sobre la cuestión. Cristina Cifuentes, tirando de estadística, ha dicho que sólo el 3% de los 166 nombramientos de directores que se han hecho a final de curso se han cuestionado (5 casos). Revolotea la sospecha de que los directores se nombren a dedo y de que cuestiones de afinidad política estén influyendo en la selección de dichos cargos.
Tal vez el caso más llamativo ha sido el de Bustarviejo. Leo en una noticia de EL PAÍS (21 de julio de 2016) que «la Comunidad da marcha atrás en su decisión de cambiar al director del colegio de Bustarviejo». Me ha impresionado el vídeo en el que la Guardia Civil y la Policía Nacional tienen que escoltar al nuevo director y a la inspectora de Educación para entrar al colegio. Las protestas sobre nombramientos “oscuros”, en las que se insinúa que ha habido tongo en el proceso de selección, se han producido en más municipios: Getafe, Alcorcón, Alcobendas, San Sebastián de los Reyes, Colmenar, Parla, Puente de Vallecas, etc.
Podemos imaginar el clima de la comunidad escolar de esos centros cuando comience el curso, se asignen tutorías a los profesores del Claustro, se confeccionen los horarios, se elabore la Programación General Anual o se programen las actividades extraescolares. Un clima de enfrentamiento no es el más adecuado para llevar a cabo la labor educativa. Y siempre saldrán perjudicados los alumnos. Contemplo el panorama con preocupación.
Pero me ha llamado poderosamente la atención que en las reinvidicaciones de los colectivos de padres y de profesores no se exija una vuelta a las leyes en las que el Consejo Escolar elegía al director del centro educativo —LODE (1985) y LOPEGCE (1995)—. Estos colectivos piden que se garantice la representatividad de los miembros del centro educativo en las comisiones de selección y que se tomen medidas correctoras para evitar el nombramiento arbitrario de directores, pero no cuestionan el procedimiento en sí.
Un análisis de las leyes de educación en las que se cambia el sistema de elección de la LODE y la LOPEGCE por el sistema de selección —LOCE (2002), LOE (2006), LOMCE (20013)— nos lleva a la conclusión de que la LOMCE no empeora sustancialmente las leyes precedentes en este aspecto. Da más porcentaje a la Administración, pero el problema es que el sistema está viciado de partida y se presta a cualquier desaguisado de los que están saltando a los medios de comunicación. Lo que está sucediendo ya se veía venir cuando se aprobó la LOCE en 2002. Ha tardado en saltar la chispa, pero, si la Administración no actúa con tiento y sentido común democrático, la chispa puede convertirse en un incendio de difícil extinción. Y una vez más estaremos sometiendo a la escuela pública a un permanente revisionismo y a un estado de inestabilidad institucional.
En mi anterior entrada al blog (Por qué es mejor la elección democrática de director, 24 de marzo de 2016), explicaba por qué es mejor la elección que la selección de director. No voy a repetir los argumentos. En otra entrada, la del 11 de marzo de 2015 (El gobierno de los centros. La función directiva -1-), divido las leyes de Educación en relación con el sistema para acceder a la función directiva en dos grupos: las leyes de elección y las leyes de selección, y explico los procedimientos. Recomiendo la lectura de ambas entradas.
Me pregunto: ¿Es que no podemos volver al sistema de elección de director? Recuerdo que tanto en la LODE como en la LOPEGCE era competencia del Consejo Escolar la elección del director del centro educativo. Los candidatos debían cumplir una serie de requisitos para poder presentarse al cargo. Pero el Consejo Escolar, siempre que la votación fuera por mayoría absoluta, decidía quién desempeñaba las labores directivas, controlaba el cumplimiento de los proyectos de dirección y era parte implicada directamente en desarrollo de la vida escolar. La filosofía de las nuevas leyes, que se han decantado por la selección, no ha contribuido a mejorar el clima de convivencia de los centros educativos ni el nivel de nuestros alumnos, al menos en lo que a mí alcanza.
Reivindiquemos un cambio legislativo en este sentido. No entiendo que no se levanten voces públicas (partidos políticos, sindicatos, asociaciones de familias, asociaciones de estudiantes, etc.) en contra de un sistema de selección que favorece el nombramiento a dedo de los directores y su mantenimiento en los cargos con independencia de la calidad de su labor directiva. Aquí, en nuestra joven democracia, se han hecho las cosas de otra manera durante bastantes años. No lo olvidemos.
Vaya desde este blog la reivindicación de un sistema de elección democrático de los equipos directivos, porque difícilmente se educa en valores democráticos si nuestras estructuras organizativas no lo son.

Carlos Cuadrado Gómez

jueves, 24 de marzo de 2016

POR QUÉ ES MEJOR LA ELECCIÓN DEMOCRÁTICA DEL DIRECTOR

POR QUÉ ES MEJOR LA ELECCIÓN DEMOCRÁTICA DEL DIRECTOR

1. Introducción

En artículos anteriores hemos diferenciado las leyes españolas de Educación en relación con la elección de directores en dos grupos: leyes de elección y leyes de selección (Cf. Sobre la LOMCE (3), 11 de marzo de 2015). Y me he posicionado a favor de la elección, como procedimiento más acorde con la escuela de una sociedad democrática, como lo es la sociedad española a partir de la Constitución de 1978, que dice en su artículo 1 que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». En el artículo 27, dedicado a la educación, se lee en el punto 2: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales». Más adelante, en el punto 7, se dice: «Los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca».
Cómo entender lo democrático en la escuela es, cuando menos, discutible. Habría que empezar por aclarar qué se entiende por democracia.
La democracia es uno de los procesos posibles para decidir asuntos que afectan a la colectividad. Entre esos asuntos, están la elección de puestos de responsabilidad y las decisiones sobre programas o acciones concretas. La democracia tiene un componente aritmético indiscutible: básicamente, dado un determinado cuerpo de votantes, gana la opción que más votos consiga (una persona, un voto).
A lo largo del tiempo, la democracia ha ido acumulando una serie de valores que hacen de ella un sistema deseable para la inmensa mayoría: igualdad, justicia, libertad, honestidad, transparencia, etc. Como se le suelen poner unas cotas éticas tan altas, fácilmente la democracia decepciona. Porque la democracia no es una garantía infalible de que se adopten las mejores decisiones, ni de eficacia en la solución de los problemas, ni de que los representantes electos sean los más adecuados en todo momento. Precisamente gracias a la transparencia que acompaña a los sistemas democráticos, salen a la luz escándalos y acciones reprobables que merman su prestigio. Pero esa transparencia exige la mayoría de edad de los ciudadanos que, con espíritu crítico, han de valorar cada situación y tal vez reforzar su convicción en el sistema que, a pesar de sus deficiencias, sigue siendo el más adecuado para quienes creen en la igualdad de todos los seres humanos.
Cómo se pone en funcionamiento el sistema es harina de otro costal. Las democracias representativas ofrecen procedimientos para la elección de las autoridades y para la toma de decisiones que se acercan más o menos a nuestra imagen ideal de democracia: una asamblea de hombres y mujeres libres que directamente, mediante el debate y el voto, deciden todo cuanto les afecta como grupo social.

2. Algunos pormenores de nuestra escuela democrática

En la escuela educamos ciudadanos democráticos, con independencia de la titularidad del centro educativo —público, privado concertado o privado sin subvención—, y les educamos, como se indica más arriba, «en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales» (Art. 27 de nuestra Constitución). Somos una sociedad democrática y en la escuela la cultura se transmite en un marco democrático, que también forma parte del currículo educativo.
A diferencia de los niveles educativos no obligatorios, como son la formación profesional o la universidad, donde el sujeto acude por propia voluntad, los niveles de la enseñanza básica —Educación Primaria y ESO— son obligatorios y la comunidad educativa está formada por la comunidad escolar, la familia y otras instituciones sociales. En la enseñanza básica es donde formamos al ciudadano, niño o joven ciudadano, que tiene derecho a la educación con independencia de su grupo social de referencia, un derecho fundamental del que nadie puede ser privado.
Aunque la escuela es una institución cultural democrática, el funcionamiento de las clases o aulas no lo es en sentido estricto: la pauta la marca el maestro, que es el responsable último de asegurar el derecho a la educación y que, por encima de las variopintas apetencias y opiniones de sus alumnos, debe garantizar que ninguno de ellos vea lesionados sus derechos. Lo cual no implica un estilo de docencia autoritario o despótico, sino todo lo contrario, ha de estar guiado por las necesidades y características de los alumnos que, para desarrollar el juicio crítico, deben poder expresarse con libertad, dentro de los márgenes del respeto mutuo.
¿En qué ámbitos es pues posible la dinámica democrática del voto directo? Las leyes de Educación dedican una sección al funcionamiento orgánico de los centros, reconociendo dos órganos colegiados de gobierno, el Claustro, integrado por todos los docentes del centro, y el Consejo Escolar, donde también participan los padres y, en los niveles de la enseñanza secundaria, los alumnos. En el Consejo Escolar también tienen un representante los trabajadores no docentes y otro la administración local. Las decisiones de esos órganos colegiados se toman mediante el voto directo de sus componentes, que a su vez han sido elegidos por sus respectivos sectores. En la LODE y la LOPEGCE el Consejo Escolar tenía la competencia de elegir al director. A partir de la LOCE, una representación de los miembros del Consejo Escolar forma parte de la comisión mixta —Administración y Consejo Escolar— que selecciona al director.

3. Ventajas de la elección democrática del director

En las leyes de elección (LODE, LOPEGCE), no podía ser candidato a director el primero que pasaba por allí. Se exigía al candidato la pertenencia al claustro del colegio, un número mínimo de años de docencia y, a partir de la LOPEGCE, una acreditación previa de la Administración. En la votación del Consejo Escolar, se precisaba la mayoría absoluta, una minoría simple no era suficiente. En caso de no alcanzarse la mayoría absoluta, la Administración nombraba de oficio al director. A los cuatro años, volvía a haber nuevas elecciones en todos los supuestos, como sucede en las elecciones generales, autonómicas o municipales.
Es importante señalar que el posible corporativismo del Claustro quedaba corregido en el Consejo Escolar por la presencia de padres y madres y de alumnos (Enseñanza Secundaria). Un candidato que fuera elegido podía presentarse de nuevo durante dos elecciones más, es decir, podría ser director electo durante doce años consecutivos. A los doce años, no podía presentarse a un nuevo mandato, debía esperar un intermedio de cuatro años para hacerlo. ¡Doce años son muchos años en la vida de una persona y de un colegio!
Hemos conocido directores de todo pelaje y que han llegado a la dirección por los tres caminos posibles en nuestra historia democrática: elección, selección y nombramiento directo de la Administración. En cualquier caso, desde mi experiencia, en la evolución de las leyes educativas en pos de una mengua de la democracia interna de los centros educativos, no se ha mejorado el ejercicio de la función directiva.
Con las leyes en vigor, la renovación en el cargo es prácticamente automática hasta un máximo de doce años, cuando vuelve a haber a la fuerza un nuevo proceso de selección. Hay que cometer una tropelía muy escandalosa para no conseguir la evaluación positiva de la Inspección al acabar cada curso escolar, que es el único requisito para la renovación. Si con las leyes anteriores a la LOCE la presentación de un proyecto era exigible cada cuatro años, ahora puede ser cada doce. ¡Y doce años son muchos años en la vida de una persona y de un colegio!, repito.
La elección tiene varias ventajas. En primer lugar, es la comunidad educativa, representada en el Consejo Escolar, la que elige al candidato que considera mejor: estudia sus proyectos, oye sus propuestas, lo conoce personalmente en el ejercicio de su profesión. ¿Puede equivocarse el Consejo Escolar? Por supuesto que sí, pero ¿es que no se equivocan los que seleccionan? La democracia no se libra del riesgo de equivocarse, lo cual forma parte de cualquier decisión en la vida.
En segundo lugar, el órgano que elige al director, el Consejo Escolar, tiene la obligación de pedirle explicaciones y de exigirle una gestión democrática a lo largo de su mandato. Para este control tiene mayor fuerza moral que cuando participa en la selección, pues ha tenido toda la responsabilidad de la elección y no puede excusarse alegando que su voto sólo ha supuesto un porcentaje del proceso selectivo. El Consejo Escolar, por lo tanto, es responsable directo también de la marcha del centro educativo —siempre lo es, quede claro—, pues debe velar por el cumplimiento del programa que en su día aprobó. Si no lo hace, es su responsabilidad y el cuerpo de electores de cada sector (profesores, padres y alumnos) podrá votar a otros representantes en las siguientes elecciones. La democracia no es una fórmula cómoda, exige de todos la participación, el juicio crítico, la inversión de tiempo y esfuerzo y la asunción de responsabilidades. El compromiso no termina en el momento de depositar la papeleta.
En tercer lugar, con la elección se acortan los periodos de mandato del director. Si en cuatro años no lo ha hecho bien a juicio de los consejeros, no renovará su cargo. Si quiere continuar, a los cuatro años debe volver a presentar un nuevo proyecto, dando cuenta cabal de sus planes. En el caso de la selección, el director no está obligado a presentar sus planes hasta pasados doce años y, si no convence a la comunidad escolar, siempre puede contar con el apoyo de la Inspección y de la Administración para continuar en el cargo. A los cuatro u ocho años, cualquier proyecto ha quedado obsoleto por la propia dinámica de la escuela y de la sociedad. ¿Tiene sentido renovar a un sujeto en el puesto de dirección sin que tenga que dar nuevas explicaciones al menos cada cuatro años a los órganos colegiados del centro escolar?
Reitero que hemos conocido directores de toda laya en ambos sistemas, pero, en el caso de dar con un mal director, es más fácil reemplazarlo con el sistema de elección. Y un mal director puede hacer mucho daño a la institución escolar, que tiene pocos recursos reales para sustituirlo cuando ha accedido al cargo mediante selección.

4. Perfil deseable del director y conclusión

La tendencia que se intuye es restituir el cuerpo de directores anterior a la LOECE (1980). De facto, con el sistema de selección, se está consiguiendo en gran medida. Hay, por parte de los políticos y la alta Administración, miedo a la democracia, a no controlar a los gestores de las diferentes instituciones públicas. En mi opinión, se considera equivocadamente que el modelo de gestión privada es el mejor: el jefe debe tener las manos libres para hacer y deshacer, como si un colegio fuera un centro comercial o una explotación ganadera. Sin embargo, la educación es un asunto complejo y delicado, que requiere en la escuela pública unas estrategias de gestión unipersonales y colegiadas con competencias claras y con controles democráticos eficaces dentro de la propia institución y fuera de ella, a través, por ejemplo, de una inspección educativa seria.
Si definiéramos al director o directora ideal, se nos ocurriría al menos un decálogo de cualidades y conocimientos técnicos exigibles que, quien los reuniera, pasaría a la historia de la pedagogía como un héroe homérico. Pediríamos sin duda que fuera un experto en educación. Pero ¿qué es un experto en educación? Si cualquier médico es un experto en medicina —no podría ser médico sin serlo—, ¿no es experto en educación cualquier maestro con unos años de experiencia? Si no es así, ¿qué está fallando en nuestra formación?
Intento ser realista y no pedir peras al olmo. Los cursos que da la Administración sobre legislación y gestión educativa a los que acceden a la dirección pienso que son suficientes. Un colegio es una institución sencilla, no es la General Motors o la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Un director es un maestro que gestiona un colegio, no una empresa o un banco crediticio.
Además pediría al director o directora un compromiso personal con la escuela pública, y que ejercer ese cargo no sea una huida del aula. Alguien que no sabe llevar una clase y que no ama este oficio difícilmente puede dirigir un colegio. Y le pediría un claro sentido de la justicia, por encima de las relaciones o amistades personales: no todo el mundo tiene razón y, consecuentemente, no hay que dársela al primero que llegue para mantener la paz en el colectivo de profesores, padres y alumnos. Un mínimo de habilidades sociales es imprescindible, si no, cualquier escollo de los muchos que surgen en una dirección puede convertirse en una montaña infranqueable. La autoridad hay que ganársela con “profesionalidad” y constancia. Y le pediría una visión de futuro: hay que resolver lo inmediato, pero hay mejoras que requieren plazos amplios y perseverancia en el tiempo. Junto a todo esto, el director o directora no debe dormirse en los laureles y ha de tener como una de sus primeras obligaciones el estudio y la actualización formativa. ¿Alguien da más?
En conclusión, todos tenemos en nuestra mente una sociedad ideal y una escuela ideal. Son nuestras propias utopías, cuya función principal es orientar nuestra acción. Es imposible cumplirlas plenamente. Estas ideas forman parte, por supuesto, de la ideología de cada uno. En mi utopía personal, sin levantar los pies del suelo, considero que la elección de director es mucho mejor y se adapta mejor a lo que entiendo por escuela pública y democrática que los actuales procesos de selección.
No obstante, tenemos que sobrevivir en el mundo que nos ha tocado y, por encima de leyes y reglamentos, están las personas concretas que desempeñan las diferentes funciones de un colegio. Podemos ejercer una dirección democrática y eficaz a pesar de las leyes que nos vienen impuestas, ¿quién nos lo impide?

Carlos Cuadrado Gómez