viernes, 28 de diciembre de 2018

EL POTAJE DE ESOPO 7

EL POTAJE DE ESOPO 7

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Deambulación quinta
Paidocentrismo

Nos parecería absurdo decir que en la escuela infantil y primaria el niño no es el centro. Si el centro de la escuela no es el niño, ¿entonces quién? Evidentemente, sin niños y sin maestros no hay escuelas, pero las escuelas existen para educar a niños y no para venerar a maestros. Es de Perogrullo afirmar que la razón de ser de la escuela es el niño y que el paidocentrismo o “niñocentrismo” debe ser su principio rector. Cuando el niño no es el centro, la escuela pierde su sentido y se convierte en una mentira.
Parece ser que Comenio, una persona bastante sensata, dijo algo parecido en el siglo XVII. El movimiento de la Escuela Nueva, casi tres siglos más tarde, a finales del XIX y principios del XX, rescató el paidocentrismo como brújula de la educación. El niño deja de ser un individuo imperfecto y defectuoso al que hay que limpiar de taras innatas y pasa a ser considerado un ser humano completo, integro, con sus peculiaridades evolutivas propias, como propias son las particularidades de un sujeto de setenta años. La evolución de la persona (psicología evolutiva) dura toda la vida, no se detiene hasta que, con el último suspiro vital, nos vamos al otro barrio.
El paidocentrismo, con gran acierto en mi opinión, postula que la intervención educativa debe partir del momento evolutivo del alumno, de su estructura de pensamiento, de cómo aprende, de cómo aprehende la realidad circundante, de cómo interactúa con ella, de cómo son sus relaciones sociales, etc. Son una buena ayuda en este sentido Piaget y Vigotsky, cuyas investigaciones siguen siendo válidas en su conjunto, fundamentalmente como orientación o rumbo por el que debemos transitar. Las didácticas, que son responsabilidad única del docente, se han de encaminar a favorecer el aprendizaje significativo del niño, y es significativo cuando se tiene en cuenta su momento evolutivo y se conecta con sus intereses reales. Digo reales, que no es lo mismo que comerciales.
Las didácticas que no tienen en cuenta al niño, sino que se guían por intereses mercantiles o de otro tipo, dificultan el aprendizaje e incluso pueden llegar a eliminar la ilusión por el conocimiento. A pesar de todo, es casi imposible anular la capacidad de aprender del ser humano, que aprende incluso en condiciones adversas y absurdas. Pero no estamos aquí para amargar la vida a los niños, sino para facilitar su crecimiento, digo yo.
Tengo dos autoras de referencia: María Montessori (Ideas generales sobre el método. Manual práctico) y Constance Kamii (El niño reinventa la aritmética). El aire de Montessori y de Kamii es el que procuro llevar a la práctica a diario.
El lector adivinará que mi preocupación es que en la escuela española de 2018 el paidocentrismo es una entelequia. Está presente en algunos docentes, pero en el sistema me temo que brilla por su ausencia. La práctica docente paidocentrista cuenta con muchas dificultades y, tristemente, es un ejercicio de heroísmo en muchas ocasiones.
A continuación, me referiré al libro de texto y a la evaluación.
Mis alumnos actuales son de 1.º de Educación Primaria. A lo largo de 2018 cumplieron seis años. Tenemos un libro de texto, del que no cito la editorial, porque lo mismo me da que me da lo mismo la editorial que se elija. No analizo el material concreto que manejo directamente, lo que digo es válido para cualquiera de los libros de texto escolares que están en el mercado. Son libros fungibles, para escribir en ellos, divididos en tres trimestres, con más de doscientas páginas por tomo, abigarradas con dibujos —¡olé por los dibujantes, ya los querría yo para mí— y actividades al por mayor de todas las áreas, menos de inglés. Con contadísimas excepciones, en España los niños de esta edad no tienen capacidad para realizar estas actividades de modo autónomo. Están todas ellas descompensadas, no están pensadas para niños que tienen que descubrir por sí mismos el conocimiento de modo satisfactorio. Necesitan del adulto para sacarlas adelante sin frustraciones y disgustos. El primer escollo es buscar la página, digamos la 114, por decir alguna: muchos tardan siglos en encontrarla (evolutivamente están en otro momento) y otros muchos piden mi ayuda, que se la doy sin más y sin comentarios añadidos. El soporte-formato material ya es una dificultad: el niño no maneja esa cantidad de hojas (a veces, el libro se abre mal para más inri) y se pierde en “informaciones ruido” antes de acometer la tarea principal. Cuando llega a la página, ha perdido la concentración (por sus ojos han podido pasar más de cien dibujos en el minuto o dos minutos que tarda en encontrar la página en cuestión). ¡Y trabajamos con veinticinco niños a la vez, cada uno de su padre y de su madre! No sé el tiempo que perdemos sólo para llegar a la página 114.
Para evitar, como digo, la frustración de mis alumnos, hago las hojas con ellos de principio a fin. Un niño bloqueado emocionalmente, y más si es por un motivo absurdo y gratuito, es un niño que no aprende. Sólo me faltaba que los niños pensaran que son incapaces, cuando son completamente capaces.
Si yo hago “religiosamente” las doscientas páginas, no hago otra cosa en todo el trimestre. Pero me encuentro con un conflicto personal si no hago “unas pocas bastantes”. Las familias han pagado unos 120 € por este material. “Algo bastante” tiene que llegar hecho a casa. Puedo usar el material como “libro de deberes para casa”, y que allá se las apañen, pero eso no me parece nada elegante, por no usar otro adjetivo.
Los contenidos del libro están descompasados con el momento crítico ideal para el aprendizaje de la lectoescritura y las matemáticas básicas de un niño de seis años. En el primer trimestre se ventila a ritmo de paso legionario todas las sílabas directas e inversas, incluidos los dígrafos (ll, ch, qu). Se da por supuesto que el niño escribe como un adulto y que comprende unos textos instruccionales como si fueran ingenieros aeronáuticos (pienso que ese gremio tiene una gran capacidad para comprender instrucciones complejas). ¿Y las matemáticas? Sin haber dominado perfectamente la descomposición de los números de una cifra, se mete en la decena como el que entra en una tienda de chuches a comprar una bolsa de pipas. ¿Nos quejamos luego de que muchas personas adultas aborrezcan la lectura y las matemáticas?
Como tantos otros maestros, practico un sistema dual. Se aprende con las actividades que yo planifico y de las que yo diseño el material, y luego rellenamos esas páginas diabólicas. ¿Soy coherente? Eso me pregunto todos los días. El sistema dual es causa de muchas esquizofrenias, empezando por la mía.
El proceso de aprendizaje de la lectoescritura en sus fases iniciales es enemigo de las prisas. Realmente aprende uno solo a leer, siempre que se esté en un ambiente alfabetizado en el que se favorezca el descubrimiento del fascinante mundo de la lectura. En un ambiente favorable, se produce el “clic de la lectura” de modo natural, casi sin emplear una enseñanza sistemática. En todo caso, la enseñanza del maestro perfecciona eso que ya se sabe. Un texto libre con estos alumnos lleva mucho tiempo. Más de dos horas se emplean en que, en asamblea, cada uno cuente, por ejemplo, su fin de semana: ¡Texto oral, que es la madre de todos los textos! Luego lo dibujan (texto visual) y, en último lugar, escriben un texto con letras (texto escrito). Este ritmo es incompatible con el dichoso libro de texto. Pienso que en este “texto libre” practicamos el paidocentrismo.
La matemática creativa también lleva su tiempo. ¡No todo es ficha y ficha y ficha! Una sesión con regletas de Cuisenaire componiendo y descomponiendo números o una sesión de lógica con los bloques de Diennes, por poner un par de ejemplos, no se ventila en diez minutos y no tiene por qué terminar haciendo una ficha. La verbalización de lo que se hace y se descubre es una de las bases del pensamiento matemático. En este tipo de actividades, el maestro orienta o pone en situación, pero el protagonista del aprendizaje, de su propio aprendizaje, es el niño, que, además, si lo dejamos en paz, avanza según su propio ritmo. Esto que digo, aunque sea un poquito, se acerca al paidocentrismo.
Lo que acabo de exponer son muestras o catas, la vida escolar tiene muchas más dimensiones y acciones. No conozco todavía a ningún niño que esté pasivo ante estas actividades o que no le gusten: se entregan con pasión a lo que hacen y es maravilloso escuchar sus razonamientos y conclusiones.
Por supuesto, en la escuela tiene que haber actividades más rutinarias, que afiancen los conocimientos adquiridos y que, bien llevadas, resultan muy gratificantes. Doy por supuesto que un especialista en Educación Infantil y Primaria conoce los intereses del niño y, por eso, crea ambientes y situaciones en los que es posible el aprendizaje. El paidocentrismo ni su primo hermano el constructivismo no son un ir a lo que salga. Dan más trabajo que el “libro de texto-misal”, que sólo exige pasar a la página siguiente. La enseñanza hay que diseñarla a medida, como los trajes de boda o de torero. Los modistos se adaptan al cuerpo del cliente, no practican el prêt-à-porter de las factorías chinas, y así de bien les queda la ropa. El paidocentrismo sería enseñanza de sastrería, valga la comparación. Las medidas las da el niño, su momento evolutivo, sus intereses, sus aptitudes. El niño es el que más tiene que decir sobre su aprendizaje, hay que escucharlo. En esta bella profesión, nuestros principales maestros son los propios niños.
Sobre la evaluación, también hay mucho que decir. Creo que en la escuela seguimos sin un modelo propio de evaluación. Las sucesivas leyes educativas han impuesto un modelo empresarial que nada tiene que ver con el objeto y el sujeto de la educación. Se pretenden evaluar los resultados del proceso educativo como hacen el Corte Inglés o el Alcampo, que minuto a minuto tienen una estadística exacta de lo que han vendido y del volumen de la venta. En esas empresas esos datos son un indicador valiosísimo para valorar sus estrategias comerciales, los gustos del consumidor, la relación calidad-precio, etc. El batiburrillo de objetivos, estándares de evaluación y rúbricas en que está metida la evaluación educativa son la expresión más evidente de este modelo empresarial en la escuela y, en mi opinión, un error mayúsculo. ¿Dónde queda el niño en ese marasmo de datos y estadísticas académicas?
La educación no puede medirse con los criterios de una fábrica de ropa o de embutidos ibéricos. Tras este tipo de evaluación, se realiza una clasificación de alumnos-producto —los alumnos son tratados como productos mejores o peores— y de centros-escuela-comerciales en buenos, regulares y malos, para que los clientes, que son los padres, elijan según sus intereses el centro-escuela-comercial que más les convenga. Esta elección en la práctica es mentira, pero el planteamiento es el expuesto. ¿Qué tiene que ver todo esto con el paidocentrismo? Ya casi ni nos acordamos, sin salir del artículo, de que hablamos de niños que se educan, que han de crecer como personas en un ambiente de descubrimiento y alegría, que deben ser felices en la etapa de la vida en la que están. ¿De qué hablamos? Una observación tan de “ojo de amo”, un salpicar la actividad docente de exámenes a toda hora, un estado de permanente “echar cuentas” desnaturaliza el ambiente escolar, hace sufrir a muchos niños, crea un espíritu de competición innecesario y dificulta entre el maestro y el alumno el clima de confianza que se requiere para el aprendizaje significativo. Por otro lado, este planteamiento no está mejorando el estado de nuestra escuela, que empeora en caída libre. Esa es mi percepción.
La evaluación es imprescindible en cualquier actividad humana. En la educación lo importante es el individuo: el niño concreto que está creciendo con nosotros. Revisar lo que hacemos para mejorar nuestra labor docente es una tarea ineludible e imprescindible. Lo cualitativo debe primar sobre lo cuantitativo. Claro que las estadísticas tienen una innegable utilidad, pero analicemos qué buscan, cómo se diseñan y cómo se manejan o esgrimen una vez hechas. Este es otro punto pendiente en nuestro sistema educativo. ¡Cuántos puntos pendientes! La evaluación no es ajena al proceso educativo en su conjunto y, por lo tanto, el paidocentrismo debe ser también su principio más importante.
Me parece que tenemos difíciles las conclusiones de este artículo. Una escuela acomodaticia como la nuestra se deja llevar por la corriente y es incapaz de plantear alternativas propias. Alternativas que partan del paidocentrismo no quiere decir que sean a vuela pluma o producto de un éxtasis iluminativo; pienso en alternativas técnicas, rigurosas, planteadas por profesionales que conocen a fondo el medio y que tienen formación suficiente para no proponer patochadas.
Esta escuela acomodaticia dice que sí a todo lo que viene de arriba de modo acrítico, pero luego actúa como le da la gana en todos los niveles del sistema, en general de modo chapucero. El modelo academicista, tan implantado en el sistema y en nuestras cabezas, no sirve, está obsoleto y no da respuesta a las necesidades educativas de nuestros alumnos; los estrella contra un muro de aburrimiento y frustración. Los alumnos más desfavorecidos son marginados directamente dentro de la misma escuela y, tras años de sentarse en un aula, salen al mundo exterior tan marginados como entraron. Han pasado la enseñanza obligatoria sin hacer nada de nada. Y, cuando no se educa, se deseduca.
El que tenga ganas y fuerzas que tire hasta donde pueda. Que se hagan bien las cosas, aunque sea en el pequeño mundo de tu clase, con tus alumnos, es mejorar el mundo en que vivimos. Es importante que no se pierda del todo un modo de hacer escuela paidocentrista. ¡Que no se apague del todo la llama! Ya vendrán tiempos mejores, sin duda. La historia da muchas vueltas, para mal y para bien.
Carlos Cuadrado Gómez


domingo, 9 de septiembre de 2018

EL POTAJE DE ESOPO 6

EL POTAJE DE ESOPO 6

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Deambulación cuarta
El carnicero

Hace unos días, tomando unas pizzas con unos amigos, les anuncié el título de esta deambulación: El carnicero. ¡Qué ocurrente eres!, me dijeron echándose unas risas. La combinación de El carnicero con la educación, tema central de este blog, les evocaba películas de terror del tipo Viernes 13, Los chicos del maíz o Pesadilla en Elm Street. Enseguida se les ocurrieron los títulos de una saga: Carnicería en la escuela, El carnicero 2, El regreso del carnicero, etc. La gente siempre tiene la mente preparada para el humor negro, y cuanto más negro mejor. Esperé a que pasara el estallido de jolgorio y me expliqué lo mejor que pude, soportando la media sonrisa burlona de mis interlocutores. Ya, ya, bien, bien, sigue, sigue.
Suelo comprar en una carnicería del mercado Sanabria de Leganés, que está muy cerca de mi casa. Desde niño, me quedo embobado mirando al carnicero: cómo le pasa la cheira al cuchillo, cómo da el corte limpio a una pieza de carne para sacar un filete perfecto, cómo trocea unas costillas de cerdo, cómo vuelve a pasar la cheira de modo tan natural, cómo separa chuletas de cordero lechal, etc. Un circo para mí. Ser carnicero no es una cuestión baladí, para nada. Es un oficio que requiere aprendizaje específico y años de práctica para ejercerlo con maestría. También me fascinan los mostradores de las carnicerías, con sus bandejas higiénicas y sus productos cárnicos, que parece que dicen cómeme. Antes de que esos manjares lleguen al mostrador, el carnicero habrá despiezado una ternera o un cerdo, para lo cual seguramente necesitará más pericia que para cortar un entrecot. Eso yo no lo veo, pero me gustaría.
Tengo una afición desmedida por navajas, cuchillos, espadas y hachas. No sé de dónde me viene, pues soy un claro pacifista (al menos de boquilla, que por algo se empieza). Me admiran los carniceros por su destreza con esas herramientas maravillosas y bien afiladas. ¿Y los conocimientos técnicos que tienen? Saben de todo: tipos de cuchillos, tipos de corte, tipos de carne, modos de conservación, ¡qué se yo! Y, para más abundamiento, dominan el arte de la morcilla, de la hamburguesa y del adobo. ¿Qué más se puede pedir?
Me dicen que también son muy hábiles los pescaderos y los polleros. Y es cierto, pero tienen menos glamur. El más bajo en la escala para mí es el pollero. Lo siento.
Pues bien, cuando veo al carnicero no puedo evitar que me asalte este pensamiento: «Yo no puedo hacer lo que hace un carnicero. No podría llevar una carnicería ni dos horas seguidas. Sin embargo, este carnicero, a poco que sepa de números y de letras, podría meterse en una clase y salir del paso. Y, en unas semanas, pasado el primer trago amargo, se bandearía con algo de soltura».
Puedo parecer exagerado, pero no es así. Veamos algunas evidencias:
Una. Cualquier ser humano tiene la capacidad de enseñar a otro ser humano. El contenido del aprendizaje potencial es incalculablemente múltiple. El requisito más básico, diríamos de Perogrullo, es que el que enseña sepa un poco más que el que aprende.
Dos. Consecuentemente, quien lea o haga las cuatro reglas puede enseñar a otro a leer, a sumar y a restar, que son, grosso modo, los conocimientos elementales de la escuela primaria.
Tres. El personal ayuda a sus hijos a hacer los deberes. Con más o menos acierto, los menores reciben el apoyo docente de sus padres, que hacen de profesores particulares sin gastarse un euro. Si una persona en casa ejerce el magisterio sin necesidad de tener la carrera de Magisterio, es lógico que piense que cualquiera puede hacerlo. Antiguamente, en muchas aldeas y cortijos, era el abuelo el que enseñaba a leer, o se contrataba a un maestro itinerante que enseñaba a la chiquillería del lugar las primeras letras a cambio de la manutención y un saco de garbanzos. No creo que aquellos maestros itinerantes fueran doctores en filosofía o científicos de renombre. El trueque era elemental: letras a cambio de garbanzos.
Cuatro. La metodología de muchos maestros de primaria y profesores de secundaria consiste en seguir el libro de texto como el manual de instrucciones de una batidora —párrafo siguiente, página siguiente—, en mandar deberes y, en el mejor de los casos, corregirlos con el solucionario que les proporciona la editorial de turno. No parece que hacer esto sea muy complicado.
Ignoro cuándo socialmente ser maestro fue considerado una profesión. Evidentemente la función de enseñar es antiquísima, pero su conversión en oficio como hoy lo conocemos es más reciente. No obstante, dicho lo dicho, a pesar de las diplomaturas o los grados de Magisterio que se cursan en la universidad, tengo mis dudas de que en nuestra sociedad, como profesión de peso, ser maestro tenga entidad. Por el contrario, todo el mundo reconoce que ser carnicero es una profesión en toda regla.
¿Ser maestro es una profesión? Gran pregunta.
Me voy al DEL (Diccionario de la Lengua Española). En la acepción 5.ª de maestro, que es maestro de primera enseñanza [sic], se dice: Persona que tiene el título de enseñar en las escuelas de primeras letras las materias señaladas en la ley, aunque no ejerza. Profesión se define como empleo, facultad u oficio que alguien ejerce y por el que percibe una retribución. Busco profesional y me encuentro con muchas acepciones. Me llaman la atención dos: (1) Que practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive; (2) Que ejerce su profesión con capacidad y aplicación relevantes.
De estas indagaciones —me apasiona zambullirme en los diccionarios, ¿qué le voy a hacer?—, deduzco que uno es maestro porque da clase, porque lo hace de modo habitual y porque cobra una nómina por esa actividad. Paso por alto que, según el DEL, se es maestro sólo con tener el título, aunque no se ejerza, y descarto que enseñar a leer y escribir sea una actividad delictiva. Llamemos a esta actividad docente magisterio, que puede significar (DEL), entre otras cosas, enseñanza y gobierno que el maestro ejerce con sus discípulos. Prefiero “alumnos” a “discípulos”, creo que es más exacto. Informaré a la Real Academia Española.
Vuelvo al carnicero. Si el carnicero es apañado, mañana mismo podrá ejercer profesionalmente el magisterio como yo lo hago yo, siempre que le paguen. No necesita mucho más. Si tiene el título, mejor; si no, tampoco pasa nada. Hasta hace unos años, a las oposiciones de magisterio podía presentarse un abogado, un enfermero o un perito industrial. En la actualidad, hay que tener el título de Magisterio. Ahora bien, si yo quisiera ser carnicero profesional, tendría que entrar en un largo periplo de aprendizaje antes de enfrentarme a la regencia de una carnicería.
¿Qué podría diferenciarme a mí de un carnicero en una clase de primeras letras? Esta pregunta me la hago muchas veces, lo juro. Para responder tengo que agarrarme de un hilo del DEL, cuando dice que un profesional es quien ejerce su profesión con capacidad y aplicación relevantes. ¿Y qué es ejercer el magisterio con capacidad y aplicación relevantes? Otra pregunta que me hago casi a diario.
Estimado lector, ahora mismo no sé cómo saldré vivo de esta deambulación, pero lo intentaré, por todos mis compañeros y por mí el primero.
¿Cuál sería el perfil de alguien que se dedica al magisterio con ciertas garantías de calidad? Puedo hacer una lista de bondades fantásticas propias de Las mil y una noches. Me contendré y me limitaré a enumerar sólo algunos requisitos que considero importantes para ser maestro. Con una mano de requisitos creo que es suficiente:
Uno. Debe ser un buen estudiante. Estar bien preparado en psicología, pedagogía y en las materias que imparta, letras o ciencias. Hay que añadir en la actualidad un manejo mínimo de las TIC. Creo en el maestro renacentista, inmerso en el momento cultural que le toca vivir. Debe ser un apasionado de la cultura en general, la cultura tiene que formar parte de su vida. Nadie enseña lo que no sabe.
Dos. Debe conocer a fondo la legislación educativa.
Tres. El maestro o la maestra ha de ser alguien con una capacidad innata para empatizar con los niños, con facilidad para conducir un grupo y para trabajar en equipo. Si afectivamente es equilibrado, mejor que mejor, aunque todos somos humanamente imperfectos. Seres prácticamente perfectos en todo como Mary Poppins hay muy poquitos. ¡Gran batalla interna la del equilibrio!
Cuatro. Es fundamental el dominio de las didácticas, que es un pilar básico de esta profesión. No vale enseñar como toda la vida. Estemos al día de los avances que se producen en este terreno. Las lecturas y los cursos de formación están para algo, y ese algo es mejorar la práctica docente a pie de aula.
Cinco. El itinerario vital del maestro o la maestra es capital. Uno es el maestro que va siendo. Nadie llega sabiendo. Este oficio se aprende con la práctica directa, no hay otro modo. Se necesita una actitud de aprendizaje, de humildad, de ser una esponja de todo lo que mejora nuestra docencia. Y, ligado a esta actitud, está el amor a este trabajo, sin el cual es difícil soportar los muchos sufrimientos que conlleva. Sin amar esta profesión, es imposible ejercerla bien.
Amigos, si el carnicero reúne todas estas condiciones, olé por él (de momento, no digo tacos en este blog).
El menosprecio que padece la profesión de maestro posiblemente nos la hemos ganado a pulso desde dentro. Desde fuera, puesto que la cultura y la educación son intereses secundarios en nuestra sociedad, se fomenta a diario el desapego hacia la escuela y sus maestros. En los medios de comunicación opina todo el mundo sobre educación menos los maestros. Jamás se entrevista a uno que esté en activo. Las leyes educativas las hacen, en el mejor de los casos, aficionados que en su vida han pisado un aula. Esto es triste, muy triste.
Con buena fe, por supuesto, hay gente que me dice lo bien que yo estaría trabajando en secundaria. Se lo agradezco de corazón, no sé qué verán en mí. Pero es que yo soy maestro de primaria, mi profesión es ser maestro de niños. Se mete en el mismo saco a todo el que pisa una institución educativa. Es como si dijéramos que, como todos son tenderos, son la misma profesión el frutero, el pescadero, el panadero o el carnicero. Yo soy maestro de infantil y primaria, que es para lo que llevo preparándome desde los dieciocho años y es lo que intento hacer con capacidad y aplicación relevantes. Otra cosa es que lo consiga.
Tengo amigos de la profesión que, vista la mediocridad de la institución escolar, en la que incluyo a los docentes como principal factor de esa mediocridad, desaconsejan a la gente joven que estudie Magisterio, principalmente porque les espera una vida profesional con muchos sinsabores y sufrimientos. Si el chico o la chica son intelectualmente brillantes, lo desaconsejan con más ahínco: ¡Vas a desaprovechar tu talento y tu vida, estudia otra cosa! Yo discrepo. A Magisterio tiene que llegar lo más excelente de nuestro alumnado. Necesitamos estudiantes sobresalientes y con unas habilidades sociales estupendas, personas con ganas de comerse el mundo. Yo los animo si les gusta esta profesión, para mí una de las más bellas y emocionantes. Sé que la carrera de Magisterio los va a desilusionar —otro día tocaremos esta cuestión—, pero el modo más eficaz de mejorar la escuela, a corto, medio y largo plazo, es que ellos saquen su título y vengan a trabajar con los que ya estamos, y que ellos sean el relevo.
Estamos estrenando el nuevo curso escolar. Es el momento de afilar los cuchillos. ¡Mucho ánimo a todos!

Carlos Cuadrado Gómez

lunes, 5 de marzo de 2018

EL POTAJE DE ESOPO 5

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Deambulación tercera
¿Es la escuela una estafa?
En la sección de opinión del periódico El País del 18 de febrero de 2018, apareció el artículo de Moisés Naím: ¿Cuál es la mayor estafa del mundo? La educación. Se puede leer completo en:
https://elpais.com/elpais/2018/02/17/opinion/1518885620_434917.html
Antes de comentar el artículo, quiero hacer tres aclaraciones:
1. Una estafa, según el DRAE, sería un delito en el que, mediante engaño y con ánimo de lucro, se consigue dinero de alguien.
2. Moisés Naím es un columnista venezolano de origen judío, uno de esos individuos que a nivel mundial opinan sobre las cosas que nos afectan a todos y que tienen un halo de buenos tipos. Es doctor por el MIT y fue ministro de Fomento en Venezuela a lo largo de nueve años, durante la presidencia de Carlos Andrés Pérez. Se mueve como pez en el agua en los organismos internacionales del tipo ONU. Seguramente será un buen tipo, lo que pasa es que últimamente dudo mucho de la gente que pica tan alto y que ha picado así de alto desde muy joven. De todas formas, lo que dice en el artículo no le desprestigia ante mis ojos.
3. El Banco Mundial es un banco con sede en Washington D. C. que dicen que se dedica a asistir financieramente a países en desarrollo (países pobres), dando préstamos a bajo interés. Lo que hace Moisés Naím en su artículo es comentar un informe reciente de dicho banco: Informe sobre el desarrollo mundial.
Según el informe, del 5% de la economía mundial, que es lo que cuesta tener a 1.500 millones de niños y jóvenes escolarizados, la mayor parte se está malgastando, fundamentalmente porque los resultados de la inversión en educación son patéticos en los países pobres, tal como sucede en Kenia, Tanzania, Uganda, la India rural, Brasil y Uruguay.
Las causas de este desastre en los países del tercer mundo son cuatro:
1. La ignorancia de los profesores y la corrupción sindical del sector en países como México y Egipto.
2. El absentismo del profesorado.
3. La malnutrición del alumnado.
4. La falta de material escolar básico (libros y cuadernos).
Moisés Naím, que es un tío majete, bien comido y optimista, sugiere cuatro vías de solución:
1. Medir o evaluar lo que pasa.
2. Dar más peso a la calidad de la educación.
3. Escolarizar en edades tempranas.
4. Usar las tecnologías de manera selectiva y no como solución mágica.
Moisés Naím piensa que los pobres no están condenados al desastre irremediablemente porque, si Corea del Sur y Vietnam han sido capaces de implantar un sistema educativo de calidad, los demás también pueden.
Estoy de acuerdo con Moisés Naím en que la escolaridad sin aprendizaje es una oportunidad perdida y una injusticia para los pobres de la Tierra. Y también coincido con él en que escolarización no es lo mismo que aprendizaje.
Siempre que he visto imágenes de aulas en África, llenas de niños —casi nunca hay niñas—, que escuchan a un maestro que tiene una vara en la mano y una pizarra detrás, he pensado que eso no sirve para nada, o sólo sirve para que el periodista cobre el reportaje a precio de oro. Este artículo confirma mis sospechas. Realmente de esa manera es imposible que haya aprendizaje.
El progreso de las poblaciones pobres, sean países completos, sean regiones, sean barriadas de una ciudad del primer mundo, no se consigue tocando sólo un palo —y, por lo visto, el de la educación se toca mal—, sino con intervenciones globales, orientadas a que la gente de a pie tenga trabajo y riqueza en sus casas. Por llevar cuatro ordenadores a una aldea africana o a una barriada marginal, no van a salir del pozo. En ese sentido el artículo de Moisés Naím es tendenciosamente parcial, pues en este mundo todo está interconectado. Y la educación no sucede en el aire, sino en un contexto social y político concreto. ¿Qué otras medidas deberían acompañar a la escolarización?
Me llama la atención que no diga ni una palabra de Venezuela en su artículo. Él ha sido ministro de ese país. ¿Por qué no habla de su propia casa? ¿Qué opinaba del asunto cuando era político en activo? Estoy un poco cansado de ancianitos cargados de ética y razones que descubren la luz cuando se jubilan y pretenden sacarnos al resto del error. Las cosas hay que decirlas cuando se está en activo, cuando denunciar la injusticia nos puede acarrear disgustos o cosas peores.
Discrepo de que experiencias como las de Corea del Sur y Vietnam sean extrapolables a otros contextos. Tendría que conocer la evolución de estos países en su conjunto para valorar sus progresos educativos. Dicho a vuela pluma, como lo dice Moisés, suena muy bien, muy chachi piruli, pero sólo apunta a un optimismo mendaz.
Ahora aterricemos en nuestra propia escuela.
Nuestra situación social, política y escolar no es la de esos países mencionados del tercer mundo. No soy catastrofista ni populista. Compararnos con esas situaciones de extrema pobreza es inexacto y una falta de respeto hacia las personas que las sufren. Por algo arriesgan sus vidas en pateras para llegar a nuestro mundo. El fenómeno migratorio no se produce en sentido contrario.
Pero también aquí se malgasta en gran medida el presupuesto para educación. En las aulas de la escuela pública están más de diez años nuestros niños, adolescentes y jóvenes con muy poco resultado. Los informes PISA, con todos los peros que queramos ponerles y que realmente tienen, reflejan esta situación de fracaso generalizado del sistema público de enseñanza. Hay muchas causas de este fracaso. Con más inversión en educación seguramente mejoraríamos, pero, partiendo de una inversión base mínima, no todo se resuelve con dinero. Pongamos un par de asuntos sobre la mesa. No sé si una inversión mayor disminuiría las energías que emplean los docentes en campear los graves problemas conductuales que hay en las aulas, que son terribles. En muchas aulas de nuestro país es casi imposible dar una clase con unas condiciones mínimas —respeto entre iguales y silencio— para que se produzca el aprendizaje. Así no se puede aprender. El segundo asunto: el magisterio no está formado ni tiene ganas de formarse en serio una vez que ha metido la cabeza en la institución pública.
Evidentemente, escolarización no es lo mismo que aprendizaje. Nuestro sistema enseña a aprobar, como he dicho tantas veces, y, aunque siempre algo se aprende, se pierde el tiempo miserablemente en “estudiar para el examen”. No, amigos, debemos estudiar para saber, para crecer, para disfrutar, para ser más humanos, para hacer un mundo mejor, para ese tipo de cosas, no para rellenar un formulario de evaluación y que nos pongan un tres, un seis o un diez. Habría que rediseñar el currículo y perder menos tiempo en contenidos secundarios que no interesan a nadie y en programaciones absurdas que nadie lee.
Voy concluyendo, que esto se me alarga más de lo que yo quería.
De facto, en nuestra sociedad ya hay una red privada de centros, donde va la gente con “cierto” nivel económico y cultural, y una red pública, donde va quien no tiene otro sitio adonde ir. Esto es una generalización, hay excepciones en todos los lugares, pero creo que más o menos la cosa es así. En la red privada no se producen tres fenómenos ajenos al currículo y a la didáctica que, en mi opinión, menoscaban la calidad de la enseñanza en la escuela pública y, por lo tanto, malbaratan de alguna manera la inversión en educación:
1. En los centros privados se suelen impartir todos los niveles educativos de la enseñanza obligatoria. El alumno pasa de la Primaria a la Secundaria sin tener que cambiar de centro. Sin embargo, los alumnos de la enseñanza pública irremediablemente sufren una transición “salvaje” del colegio al instituto con sólo once o doce años.
2. En los centros privados no hay jornada continua; salvo que sea por imperativo legal, la jornada es partida. En la enseñanza pública muchos centros son de jornada continua. Sigo pensando que la jornada continua no beneficia a los alumnos de los niveles de Educación Infantil y Primaria.
3. El profesorado no tiene “moscosos”, que es la última conquista sindical en la enseñanza pública, al menos en la Comunidad de Madrid. Creo que es algo caído del cielo que puede enrarecer la vida de los colegios e institutos. De momento, estoy desorientado con el “logro” sindical, ya diré algo más consistente cuando pase el tiempo y vea qué sucede.
El artículo de Moisés Naím me ha parecido interesantísimo y ha sido la causa de estas reflexiones.
Te recuerdo, estimado lector, que todo lo anterior es una deambulación, y como tal debe tomarse.


Carlos Cuadrado Gómez

miércoles, 7 de febrero de 2018

EL POTAJE DE ESOPO 4

EL POTAJE DE ESOPO 4

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Deambulación segunda
Santa Teresa, el pecado y los exámenes

Para escribir esta deambulación he sudado tinta china. Todo ha partido de una intuición, fruto de la mezcla de lecturas, sensaciones y pensamientos: una mezcla potajosa o potajuda, nunca mejor dicho, y perdón por el neologismo macarrónico.
El pasado jueves por la tarde fui al Museo del Prado. Vi una exposición extraordinaria de Mariano Fortuny. El carnet de maestro me permite el acceso gratuito al museo. Por cierto, la entrada general asciende a quince euros, un buen argumento para darse media vuelta y no entrar, aunque luego la gente se gaste los dineros en bagatelas inútiles o en vicios. La exposición me encantó. Antes de abandonar el museo, me acerqué a ver Las Meninas, El Cristo y El Esopo de Velázquez. Nunca me niego ese gusto, caigo en la tentación sin remordimientos. Luego merendé con tres amigos maestros. Les expuse mi argumento delante de un bocadillo de calamares. Les pareció bien, pero con matices. Su adhesión fue crítica y con condiciones. Sus aportaciones han mejorado mi argumento, que estaba un poco en pañales cuando se lo conté. De todas formas, asumo por completo mi responsabilidad en lo que más adelante diré.
Recientemente he leído el Libro de las Fundaciones de Santa Teresa de Jesús. El libro es muy interesante. Con tanto viaje, sinceramente no sé cuándo rezaba la santa. El libro es un continuo ir y venir de la pesadumbre al gozo en Teresa de Jesús, que nunca está satisfecha de sí misma. Tiene escrúpulos por casi todo lo que hace, dice o piensa. ¿Es que esta buena mujer, según ella misma, nunca hacía nada bien? Hay un sentimiento de pecado, de error, de fallo consciente o inconsciente que empaña sus aciertos, que son muchos. Yo le diría: «Hija, ¿se puede saber qué haces mal?». El sentimiento de pecado católico —no conozco el sentimiento de pecado luterano o calvinista— empaña nuestra vida diaria, con independencia de que seamos creyentes o no. No es un asunto religioso, sino cultural. Y somos culturalmente católicos. Según ese sentimiento pecaminoso, es moralmente más excelente el individuo que carga con escrúpulos de que algo hace mal, aunque no sepa qué, que el individuo que vive la vida alegremente y sin complejos (no hace falta llegar a la vida loca de Ricky Martin, que ojalá). Parece que uno siempre debe algo, que, por mucho que se esfuerce, tiene un débito que nunca llega a saldar y del que debe rendir cuentas. ¿A quién? A quien sea, eso da igual, pero se deben rendir cuentas. En gran medida, los actos se hacen para rendir cuentas y ser perdonados, no tienen un fin en sí mismos. Y si se goza mucho, ¡cuidado!, se acumula mucha deuda.
Dejemos de momento a la santa de Ávila, luego volveremos a ella.
Tengo unas conocidas, que rondan los cincuenta o los sobrepasan cumplidamente, que han comenzado a estudiar inglés en una academia que hay cerca de mi casa. Con más o menos fortuna y mucho esfuerzo, van puntualmente los martes y jueves a las ocho y media de la tarde, después de una dura jornada laboral, y hacen lo que pueden. Algún día se notarán sus progresos en la lengua de Shakespeare, que ¡vaya negocio es para algunos! El caso es que, al acabar el trimestre pasado, les hicieron unos exámenes para ver qué tal iban. La reacción de los siete alumnos del grupo de adultos (serán los mayores de la academia, pero si digo mayores, a lo mejor no les sienta bien) fue negativa. En algunos individuos fue de miedo cerval o pánico. De los siete: tres directamente no fueron el día del examen; uno se negó en rotundo a hacerlo (avisó de que no iba, y no fue); otro se examinó porque se quiere sacar no sé qué título de nivel, digamos el Oxford Level (me he inventado la denominación del título, qué más da, esos títulos son otro sacacuartos), y quería ensayar o congraciarse con los profesores de la academia; y sólo dos se presentaron porque sí, y de esos dos una tuvo a la familia con la cabeza como un bombo con el dichoso examen (lo digo con conocimiento de causa). ¿De dónde viene ese miedo irracional a los exámenes en individuos adultos, a quienes la nota no cambiará un ápice su vida? Pienso que el origen del miedo está en la niñez y, si el origen no está en la niñez, estará en la adolescencia. En los años de escuela o de instituto de secundaria se gesta esa angustia a ser examinado, que permanece latente mientras ningún suceso fortuito la saca a la luz. Igual que en Proust la magdalena reconstruye inesperadamente el edificio de la memoria sensitiva y afectiva, que son las más profundas e intensas, una propuesta inocente de examen (a veces, con mencionar la palabra es suficiente) puede levantar una tormenta de congoja. Íntimamente asociado a ese miedo a los exámenes está el rechazo a la cultura, que se percibe como un fastidio, como algo aburrido y examinable, como algo que hace infeliz, por mucho prestigio social que tenga el individuo culto.
He necesitado los escritos de Santa Teresa y el relato de este suceso reciente para que en mí se haya producido en relación con los exámenes un fogonazo intelectual o visión, insight dicen los ingleses y algunos progres que ignoran el correspondiente término castellano. ¿Qué hacemos examinando a nuestros alumnos a toda hora?
En el sistema escolar actual es imposible sustraerse de los exámenes. Uno puede intentar paliar en alguna medida los efectos del hecho de examinar y ser examinado, pero es tal la presión social, interna y externa a la escuela, que salirse de su estela es una utopía irrealizable.
En términos generales, se estudia para aprobar y no para aprender. La acción didáctica gira en torno a la nota del examen y hacia ella dirige sus pasos. El profesor va haciendo avisos esporádicos: esto entra, no te descuides que el examen se acerca, esto tendrás que explicarlo con estas palabras y no con otras, etc. Y la familia también presiona al niño. Puede incluso amenazarlo con castigos si no vuelve a casa con una notaza. Y tan nefastas son las amenazas de castigo como las promesas de premio. Recuerda, hermoso: «Dios te ve, castiga a los malos y premia a los buenos». ¿Nos extraña que los niños tengan ansiedad el día del examen? Los exámenes son para muchos una pesadilla recurrente, porque al cabo de un curso académico se harán cerca de cien exámenes. Y al curso siguiente lo mismo, y así sucesivamente. En el mejor de los casos, la pesadilla termina cuando se abandonan para siempre las instituciones académicas.
Alrededor de los exámenes hay una liturgia establecida por años de tradición. Puede incluir madrugones el día del examen (un último repaso nos puede salvar la vida), y desayunos especiales o la imposibilidad de desayunar a causa de los nervios. En el aula se colocan las mesas para evitar el copieteo, se dan consignas muy claras de cómo hacer esto o aquello, se leen o no se leen las preguntas, se indica la hora de comienzo y de fin, etc., etc., etc. El conjunto de circunstancias ambientales pone mal cuerpo al más pintado, sobre todo si no te sabes muy bien las respuestas o eres una persona insegura. Claro, siempre hay gente para todo. Los que sacan buenas notas pueden crecerse en esa situación. ¡Pero pobres de ellos si algún día sacan una nota mala! Me pregunto qué tiene que ver toda esta parafernalia con la cultura de verdad.
La persona que permanentemente es examinada por los demás, forzosamente se examina a sí misma, e intenta acomodar su conducta y sus sentimientos al canon que marca el examinador, que es la sociedad en su conjunto, representada en las instituciones más directas del niño, la familia y la escuela. El sentimiento de insatisfacción, de que algo no se hace bien del todo, de que uno es culpablemente imperfecto haga lo que haga, es el inevitable sentimiento que provoca esta situación de acoso psicológico.
En edades tempranas, este sentimiento se ancla en lo más profundo de nuestro ser y ahí permanece para siempre. Poca gente lo supera. La propia palabra examen es como el timbre del perro de Paulov, produce ella misma miedo sin necesidad de una amenaza real.
En la moral de nuestra cultura católica, el individuo siempre está empecatado (algo siempre se hace mal, aunque sea de pensamiento o de sentimiento) y, por lo tanto, está necesitado de la gracia y el perdón divinos, o de quien sea, para limpiarse las manchas de su alma incorregible. El sentimiento de culpa está omnipresente. El examen de conciencia y la confesión de la falta alivian un poco el sentimiento de culpa, pero nunca lo eliminan del todo. Para eso está el Juicio Final, que en el trasmundo nos pondrá a cada uno en nuestro sitio.
En una sociedad laicista, donde la gente acude cada día menos a las iglesias, la dinámica católica del pecado, del perdón, de los escrúpulos por no hacer sido bueno del todo (o no haber estudiado perfectamente la materia del examen) se mantiene en las escuelas,  y deja secuelas de por vida en nuestros alumnos, que, cuando se liberan de la institución escolar, no quieren saber nunca más de libros ni de otros rollos culturales. Nadie puede sorprenderse de que amplios sectores de la sociedad aborrezcan la lectura o la visita a un museo. En la institución escolar han aprendido a temerlos. El conocimiento, que es una actividad apasionante y gozosa, ha estado ausente en sus años de formación. Y no hablemos de los deberes tal como están planteados, porque son el mejor complemento de los exámenes. También están orientados a que el sujeto apruebe o saque buena nota. Pero eso queda para otro día.
Tenemos difícil crear un clima amable en la institución escolar, donde el niño y el adolescente vengan a aprender y no a aprobar, que no son la misma cosa, donde no vengan a ser juzgados por lo que saben o por sus capacidades intelectuales, que pueden ser mejores o peores. ¿Cómo se hace? No lo sé, porque yo, como maestro, lo intento todos los días y no lo consigo. ¡Cuánta gente sale por la puerta del colegio con la corazonada de ser tonto y, para más inri, sintiéndose culpable de ser tonto!
En fin, que igual que Santa Teresa, el personal vive sin vivir en sí, con escrúpulos, sentimiento de culpabilidad y ansiedad, aunque no lo digan o parezca que les resbalan las cosas. Y así nos va.


Carlos Cuadrado Gómez