miércoles, 7 de febrero de 2018

EL POTAJE DE ESOPO 4

EL POTAJE DE ESOPO 4

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Deambulación segunda
Santa Teresa, el pecado y los exámenes

Para escribir esta deambulación he sudado tinta china. Todo ha partido de una intuición, fruto de la mezcla de lecturas, sensaciones y pensamientos: una mezcla potajosa o potajuda, nunca mejor dicho, y perdón por el neologismo macarrónico.
El pasado jueves por la tarde fui al Museo del Prado. Vi una exposición extraordinaria de Mariano Fortuny. El carnet de maestro me permite el acceso gratuito al museo. Por cierto, la entrada general asciende a quince euros, un buen argumento para darse media vuelta y no entrar, aunque luego la gente se gaste los dineros en bagatelas inútiles o en vicios. La exposición me encantó. Antes de abandonar el museo, me acerqué a ver Las Meninas, El Cristo y El Esopo de Velázquez. Nunca me niego ese gusto, caigo en la tentación sin remordimientos. Luego merendé con tres amigos maestros. Les expuse mi argumento delante de un bocadillo de calamares. Les pareció bien, pero con matices. Su adhesión fue crítica y con condiciones. Sus aportaciones han mejorado mi argumento, que estaba un poco en pañales cuando se lo conté. De todas formas, asumo por completo mi responsabilidad en lo que más adelante diré.
Recientemente he leído el Libro de las Fundaciones de Santa Teresa de Jesús. El libro es muy interesante. Con tanto viaje, sinceramente no sé cuándo rezaba la santa. El libro es un continuo ir y venir de la pesadumbre al gozo en Teresa de Jesús, que nunca está satisfecha de sí misma. Tiene escrúpulos por casi todo lo que hace, dice o piensa. ¿Es que esta buena mujer, según ella misma, nunca hacía nada bien? Hay un sentimiento de pecado, de error, de fallo consciente o inconsciente que empaña sus aciertos, que son muchos. Yo le diría: «Hija, ¿se puede saber qué haces mal?». El sentimiento de pecado católico —no conozco el sentimiento de pecado luterano o calvinista— empaña nuestra vida diaria, con independencia de que seamos creyentes o no. No es un asunto religioso, sino cultural. Y somos culturalmente católicos. Según ese sentimiento pecaminoso, es moralmente más excelente el individuo que carga con escrúpulos de que algo hace mal, aunque no sepa qué, que el individuo que vive la vida alegremente y sin complejos (no hace falta llegar a la vida loca de Ricky Martin, que ojalá). Parece que uno siempre debe algo, que, por mucho que se esfuerce, tiene un débito que nunca llega a saldar y del que debe rendir cuentas. ¿A quién? A quien sea, eso da igual, pero se deben rendir cuentas. En gran medida, los actos se hacen para rendir cuentas y ser perdonados, no tienen un fin en sí mismos. Y si se goza mucho, ¡cuidado!, se acumula mucha deuda.
Dejemos de momento a la santa de Ávila, luego volveremos a ella.
Tengo unas conocidas, que rondan los cincuenta o los sobrepasan cumplidamente, que han comenzado a estudiar inglés en una academia que hay cerca de mi casa. Con más o menos fortuna y mucho esfuerzo, van puntualmente los martes y jueves a las ocho y media de la tarde, después de una dura jornada laboral, y hacen lo que pueden. Algún día se notarán sus progresos en la lengua de Shakespeare, que ¡vaya negocio es para algunos! El caso es que, al acabar el trimestre pasado, les hicieron unos exámenes para ver qué tal iban. La reacción de los siete alumnos del grupo de adultos (serán los mayores de la academia, pero si digo mayores, a lo mejor no les sienta bien) fue negativa. En algunos individuos fue de miedo cerval o pánico. De los siete: tres directamente no fueron el día del examen; uno se negó en rotundo a hacerlo (avisó de que no iba, y no fue); otro se examinó porque se quiere sacar no sé qué título de nivel, digamos el Oxford Level (me he inventado la denominación del título, qué más da, esos títulos son otro sacacuartos), y quería ensayar o congraciarse con los profesores de la academia; y sólo dos se presentaron porque sí, y de esos dos una tuvo a la familia con la cabeza como un bombo con el dichoso examen (lo digo con conocimiento de causa). ¿De dónde viene ese miedo irracional a los exámenes en individuos adultos, a quienes la nota no cambiará un ápice su vida? Pienso que el origen del miedo está en la niñez y, si el origen no está en la niñez, estará en la adolescencia. En los años de escuela o de instituto de secundaria se gesta esa angustia a ser examinado, que permanece latente mientras ningún suceso fortuito la saca a la luz. Igual que en Proust la magdalena reconstruye inesperadamente el edificio de la memoria sensitiva y afectiva, que son las más profundas e intensas, una propuesta inocente de examen (a veces, con mencionar la palabra es suficiente) puede levantar una tormenta de congoja. Íntimamente asociado a ese miedo a los exámenes está el rechazo a la cultura, que se percibe como un fastidio, como algo aburrido y examinable, como algo que hace infeliz, por mucho prestigio social que tenga el individuo culto.
He necesitado los escritos de Santa Teresa y el relato de este suceso reciente para que en mí se haya producido en relación con los exámenes un fogonazo intelectual o visión, insight dicen los ingleses y algunos progres que ignoran el correspondiente término castellano. ¿Qué hacemos examinando a nuestros alumnos a toda hora?
En el sistema escolar actual es imposible sustraerse de los exámenes. Uno puede intentar paliar en alguna medida los efectos del hecho de examinar y ser examinado, pero es tal la presión social, interna y externa a la escuela, que salirse de su estela es una utopía irrealizable.
En términos generales, se estudia para aprobar y no para aprender. La acción didáctica gira en torno a la nota del examen y hacia ella dirige sus pasos. El profesor va haciendo avisos esporádicos: esto entra, no te descuides que el examen se acerca, esto tendrás que explicarlo con estas palabras y no con otras, etc. Y la familia también presiona al niño. Puede incluso amenazarlo con castigos si no vuelve a casa con una notaza. Y tan nefastas son las amenazas de castigo como las promesas de premio. Recuerda, hermoso: «Dios te ve, castiga a los malos y premia a los buenos». ¿Nos extraña que los niños tengan ansiedad el día del examen? Los exámenes son para muchos una pesadilla recurrente, porque al cabo de un curso académico se harán cerca de cien exámenes. Y al curso siguiente lo mismo, y así sucesivamente. En el mejor de los casos, la pesadilla termina cuando se abandonan para siempre las instituciones académicas.
Alrededor de los exámenes hay una liturgia establecida por años de tradición. Puede incluir madrugones el día del examen (un último repaso nos puede salvar la vida), y desayunos especiales o la imposibilidad de desayunar a causa de los nervios. En el aula se colocan las mesas para evitar el copieteo, se dan consignas muy claras de cómo hacer esto o aquello, se leen o no se leen las preguntas, se indica la hora de comienzo y de fin, etc., etc., etc. El conjunto de circunstancias ambientales pone mal cuerpo al más pintado, sobre todo si no te sabes muy bien las respuestas o eres una persona insegura. Claro, siempre hay gente para todo. Los que sacan buenas notas pueden crecerse en esa situación. ¡Pero pobres de ellos si algún día sacan una nota mala! Me pregunto qué tiene que ver toda esta parafernalia con la cultura de verdad.
La persona que permanentemente es examinada por los demás, forzosamente se examina a sí misma, e intenta acomodar su conducta y sus sentimientos al canon que marca el examinador, que es la sociedad en su conjunto, representada en las instituciones más directas del niño, la familia y la escuela. El sentimiento de insatisfacción, de que algo no se hace bien del todo, de que uno es culpablemente imperfecto haga lo que haga, es el inevitable sentimiento que provoca esta situación de acoso psicológico.
En edades tempranas, este sentimiento se ancla en lo más profundo de nuestro ser y ahí permanece para siempre. Poca gente lo supera. La propia palabra examen es como el timbre del perro de Paulov, produce ella misma miedo sin necesidad de una amenaza real.
En la moral de nuestra cultura católica, el individuo siempre está empecatado (algo siempre se hace mal, aunque sea de pensamiento o de sentimiento) y, por lo tanto, está necesitado de la gracia y el perdón divinos, o de quien sea, para limpiarse las manchas de su alma incorregible. El sentimiento de culpa está omnipresente. El examen de conciencia y la confesión de la falta alivian un poco el sentimiento de culpa, pero nunca lo eliminan del todo. Para eso está el Juicio Final, que en el trasmundo nos pondrá a cada uno en nuestro sitio.
En una sociedad laicista, donde la gente acude cada día menos a las iglesias, la dinámica católica del pecado, del perdón, de los escrúpulos por no hacer sido bueno del todo (o no haber estudiado perfectamente la materia del examen) se mantiene en las escuelas,  y deja secuelas de por vida en nuestros alumnos, que, cuando se liberan de la institución escolar, no quieren saber nunca más de libros ni de otros rollos culturales. Nadie puede sorprenderse de que amplios sectores de la sociedad aborrezcan la lectura o la visita a un museo. En la institución escolar han aprendido a temerlos. El conocimiento, que es una actividad apasionante y gozosa, ha estado ausente en sus años de formación. Y no hablemos de los deberes tal como están planteados, porque son el mejor complemento de los exámenes. También están orientados a que el sujeto apruebe o saque buena nota. Pero eso queda para otro día.
Tenemos difícil crear un clima amable en la institución escolar, donde el niño y el adolescente vengan a aprender y no a aprobar, que no son la misma cosa, donde no vengan a ser juzgados por lo que saben o por sus capacidades intelectuales, que pueden ser mejores o peores. ¿Cómo se hace? No lo sé, porque yo, como maestro, lo intento todos los días y no lo consigo. ¡Cuánta gente sale por la puerta del colegio con la corazonada de ser tonto y, para más inri, sintiéndose culpable de ser tonto!
En fin, que igual que Santa Teresa, el personal vive sin vivir en sí, con escrúpulos, sentimiento de culpabilidad y ansiedad, aunque no lo digan o parezca que les resbalan las cosas. Y así nos va.


Carlos Cuadrado Gómez