miércoles, 16 de diciembre de 2020

La hora de Lucrecio

 EL POTAJE DE ESOPO 16


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Deambulación décima cuarta
La hora de Lucrecio

Todos los días dedico una hora a mi querido Lucrecio. La hora de Lucrecio es de los mejores momentos de la jornada, que habitualmente no es pródiga en situaciones agradables. La emoción de esa hora, la expectación de que llegue —es por la tarde/noche—, me ayuda a pasar el resto del día. Y saber que al día siguiente habrá hora lucreciana es un plus de armonía para mi alma inestable.

La empresa en la que estoy metido no es menor para un lector gris como yo, al que se le escapa la vida sin completar cuatro lecturas básicas. Para mí, el lector gris, esta es una empresa mayor, y me hace mucha ilusión estar embarcado en ella.

Estoy leyendo una edición bilingüe latín/español de De rerum natura, de la editorial Acantilado.

La presentación de Stephen Greenblatt es excelente, como lo es la introducción de Eduardo Valentí Fiol, que es el traductor del texto latino. Mal que me pese, a través de Google he conseguido algunos datos de estos estudiosos, gracias a los cuales accedo a Lucrecio con ciertas garantías. Stephen Greenblatt es un profesor de historia de la literatura de Harvard, uno de los fundadores del Nuevo Historicismo. Su presentación la traduce del inglés al castellano José Manuel Álvarez-Flórez, un traductor profesional de los de toda la vida, que ha traducido, entre otros, a William Faulkner, lo cual es una inmejorable carta de presentación.

Eduardo Valentí Fiol falleció en 1971, con 61 años y muchos libros buenos a sus espaldas. Fue un brillante catedrático de filología clásica —para traducir a Lucrecio hay que “saber latín”— y un traductor valiente de autores imprescindibles de las letras occidentales: Julio César, Séneca, Cicerón y nuestro Lucrecio. Hace casi medio siglo que murió don Eduardo, por lo tanto, la traducción de Acantilado tiene como mínimo 50 años. Si se ha hecho alguna traducción posterior a esta, lo ignoro por completo.

He llegado a esta edición del poema latino gracias a mi amigo Guillermo M. Schrem, autor de novelas policíacas, de relatos de viajes y de libros de piratas. Como hombre del Renacimiento que es, Guillermo también es actor de teatro y de cortos de cine, y es un extraordinario lector, uno de esos que leen de todo, disfrutan de todo y se acuerdan de todo. En nuestro último encuentro, tomando un café en un bareto de nuestro barrio, le comenté que llevaba tiempo tras una edición bilingüe de De rerum natura.

—¡Hombre, acabo de comprar una!

—No es posible, Guillermo, me he vuelto loco buscándola en internet, incluso en foros de libros de segunda mano.

—Pues acaba de reeditarla Acantilado. Se la he comprado en Punto y coma a Fernando. Pídesela a él.

Efectivamente, nuestro librero habitual, Fernando, me la ha conseguido. Cuando tuve el libro en mis manos, pude respirar tranquilo.

De rerum natura es un largo poema, a la altura de espíritus aventureros, cuya lectura es una carrera de fondo de muchos días, más bien de muchos meses. Mi método de lectura para este tipo de obras es fijarme un tiempo diario, sesenta minutos aproximadamente, en los que leo tiradas de versos siguiendo la separación temática que hace el traductor. Puedo comenzar por el texto latino y pasar a la traducción, o comenzar por la traducción y seguir por el texto latino. Si consigo que los ojos me respondan, a veces voy leyendo simultáneamente ambos textos. La principal dificultad radica en que el texto de Lucrecio está en verso y la traducción, en prosa. Con un bolígrafo rojo voy marcando los puntos y aparte para no perderme. Si no me entero bien, releo texto original y traducción las veces que haga falta. Como se puede comprender, dado que no tengo un dominio aceptable del latín, la lectura de este libro se me puede dilatar muchísimo en el tiempo. Pero no me importa, Lucrecio es un buen amigo de letras, con el que cuanto más tiempo pase mejor.

Traducir poesía es una labor complicadísima. Por eso, considero que el mejor modo de leer poesía de una lengua que no se domina es la edición bilingüe. Evidentemente, hacen falta unos conocimientos mínimos de la lengua del autor para poder simultanear ambas lecturas, porque la intención es leer la poesía en la lengua original sin excesivas penurias. La poesía no es sólo una sucesión de conceptos, también es cómo se expresan, la musicalidad de la lengua, la selección de léxico, los recursos retóricos que se emplean. Y la experiencia de todo eso en una traducción es imposible. Personalmente necesito ediciones bilingües para la poesía latina, portuguesa, italiana o inglesa. Eso quiere decir que son lenguas en las que me manejo algo, aunque sea como gato panza arriba. Sin embargo, las poesías alemana o japonesa, me da igual leerlas en edición bilingüe o en edición traducida: las desconozco por completo y sólo leo el texto traducido.

El inconveniente de las traducciones, aparte de lo que inevitablemente se pierde en el camino, se acentúa cuando el traductor se siente poeta y quiere hacer poesía en la lengua de llegada. Inevitablemente interpreta al autor, y la suya es la interpretación de un lector, una de las infinitas interpretaciones que tiene un libro: una por cada lector y por cada momento de lectura, pues en un mismo lector caben diferentes lecturas a lo largo del tiempo. Cuando el traductor se siente “muy poeta” —cosa que ocurre con demasiada frecuencia—, la traición ineluctable que hay en toda traducción se multiplica exponencialmente, y el lector no sabe bien a quién lee. En ese caso, el texto traducido puede ser de una incuestionable calidad, pero no es fiel al poeta original. Por eso, en las ediciones bilingües soy partidario de traducciones literales, aunque puedan parecer sosas. ¡Que sea el lector quien le ponga la chispa a la traducción! De hecho, es bastante corriente que el lector, con ambos textos delante, vaya corrigiendo al traductor, porque, igualmente, hay tantas traducciones como traductores se pongan manos a la obra.

La traducción que hace Eduardo Valentí Fiol de la obra de Lucrecio es esplendida, sin duda, pero tiene dos inconvenientes: en primer lugar, Lucrecio escribe en verso y don Eduardo traduce en prosa; y, en segundo lugar, don Eduardo se toma muchas libertades en la traducción, quiere hacer un texto en buen castellano y se extiende en largos sintagmas preposicionales que podrían sintetizarse en una o dos palabras. No digo yo que don Eduardo respete como un devoto el hipérbaton latino, pero podría ser un poco más “literal”, pues la lengua española se lo permite. Y no debería abusar de los sinónimos, especialmente en lo referente a los conectores textuales: si Lucrecio se repite, que se repita el traductor. Habría que respetar esas reiteraciones de Lucrecio, ser más fiel a su latín. Todo esto no es óbice para que reconozca la calidad de don Eduardo como latinista y la ayuda inestimable de su traducción. Comprendo que uno traduce en la lengua que habla durante el proceso de traducción, y, puesto que la lengua es evolución pura y dura, el castellano de ahora es algo diferente al de los años 70 en lo relativo a los gustos sintácticos de los hablantes. Hoy en día preferimos la frase corta y directa frente a los periodos amplios que estaban de moda en los años 70.

En un intento de dar con una traducción “mejor”, he acudido a la edición de Círculo de Lectores (Barcelona, 1998), pero ¡es la de don Eduardo! Mi gozo en un pozo. Pasarse de listo suele dar poco fruto.

Quiero expresar otras pegas a la introducción que hace don Eduardo a De rerum natura. Echo de menos algún comentario sobre la versificación de la obra, escrita en maravillosos hexámetros. Y quisiera que nos expusiera los criterios que ha seguido para la trascripción del texto latino (ortografía) y para la traducción. La introducción es muy buena, pero estos datos filológicos o técnicos deberían aparecer. A nadie hacen mal y, si un lector menos tiquismiquis se los quiere saltar, puede hacerlo.

Mi primera sorpresa, leyendo las introducciones, ha sido toparme con San Jerónimo, que afirmaba que Lucrecio se suicidó por la perturbación mental que le causó un filtro amoroso (postea amatorio poculo), noticia que, a juicio de los expertos, el santo tomó prestada de Suetonio. ¿Leyó el traductor de la Vulgata la obra de Lucrecio? Cuando menos, tenía conocimiento de su existencia. También me llama la atención que Lucrecio muriera antes de los 44 años, ¡con esta magna obra escrita!, y que se relacionara con Cicerón, quien con bastante seguridad sí leyó De rerum natura.

El libro ha llegado a nosotros gracias al azar, si tenemos en cuenta los avatares de sus manuscritos en la Edad Antigua y en la Edad Media. De milagro no se ha perdido, y aquí sigue vivo y coleando.

Como queda dicho, mi hora de Lucrecio es vespertina o nocturna. Si me paso de la hora, es por no dejar a medias un párrafo. Tengo encima de la mesa un diccionario de latín, que consulto frecuentemente, sobre todo en los momentos en los que la traducción de don Eduardo no me convence. Poco a poco estoy regresando a la lengua latina que estudié en bachillerato y en la universidad, y confieso que es muy emocionante.

En el momento de escribir este artículo estoy en la página 121. Lucrecio se refiere a la naturaleza como natura creatrix, esto es, la naturaleza como creadora de las cosas. ¡Caray con Lucrecio! Lucrecio construye un poema didáctico-científico, en el que expone la teoría atomista de Epicuro, pero lo hace desde las tripas y el corazón, mente y cuerpo en sintonía, y nos asalta a cada paso con sorpresas científicas en simbiosis con la poesía. En De rerum natura el lenguaje poético es el soporte o herramienta para comprender la ciencia: es en sí mismo un método de conocimiento. Una genialidad de Lucrecio. Para mí, que sólo leo ciencia de divulgación, Lucrecio es faro y ejemplo, porque la ciencia me emociona e influye en cómo entiendo yo la vida, el universo, la metafísica y, en definitiva, a mí mismo. La separación de lo racional y lo emocional es artificial, porque ambos elementos son inseparables en el individuo que busca eso nebuloso y seductor que llamamos verdad.

Los griegos eran excelentes maestros de la deducción, es innegable, y, tanto si son ideas de Epicuro como si son ideas de Epicuro interpretadas por Lucrecio, lo que se expone en De rerum natura es de rabiosa actualidad. En el mundo de la física teórica, los problemas que se tienen entre manos son los mismos que se planteaban Epicuro y Lucrecio: la estructura de la materia (física cuántica) y la creación o no creación del universo (física cósmica). ¿Sigue siendo el Big Bang una teoría sólida? ¿No va tomando cada vez más fuerza la teoría del Big Bounce? ¿Cómo armonizar ambas físicas?

Según Epicuro o Lucrecio, si la propia naturaleza es la creadora de las cosas, nada nace de la nada y nada vuelve a la nada; y los elementos básicos del universo son la materia y el vacío. A partir de ahí, se deducen a lo largo del poema otros principios y se sacan muchas consecuencias. No estaban tan descaminados aquellos sabios de la antigüedad. No hay, según ellos, ninguna voluntad creadora, la naturaleza simplemente es, el ser simplemente es. La naturaleza obra libre y espontáneamente, sin la participación de ninguna divinidad.

Con algo de angustia me pregunto qué pinta en todo esto el tiempo. ¿Qué podremos decir del tiempo, ese siniestro devorador de primaveras? Espero que Lucrecio me aporte alguna luz o, al menos, algún alivio. Veremos.

De la mano de Lucrecio, de sus hexámetros, iré caminando por estas ideas y modelos teóricos en los meses venideros, sin prisa pero sin pausa.

Poesía y ciencia, maravilloso binomio. La empresa es atractiva y apasionante: día a día, hora a hora, verso a verso. Estoy en la entrada del poema, ¿cuándo veré la salida? ¿Y cómo seré yo en la salida?

 

Carlos Cuadrado Gómez

Leganés, 15 de diciembre de 2020


lunes, 2 de noviembre de 2020

Cartas a Ramón (2) 2 de noviembre de 2020

 CARTAS A RAMÓN

Dibujo de Cartas y sobre pintado por en Dibujos.net el día 13-05-15 a las  16:15:35. Imprime, pinta o colorea tus propios dibujos!

Segunda carta

2 de noviembre de 2020

 

Querido Ramón:

 Algunas labores y penas familiares me han tenido alejado de la escritura en este tiempo que ha ido de septiembre a noviembre. Las malas rachas no me impiden leer, pero, sin un mínimo de estabilidad interior, me cuesta escribir.

En medio de la tormenta sanitaria y mediática que vivimos, la escuela primaria sigue su curso. Los niños son maravillosos. Tienen una capacidad de adaptación y unas ganas de estar contentos admirables. Superan con naturalidad dificultades que a un adulto le amargarían la vida. A los que estamos con ellos trabajando en la escuela nos ayudan y nos llevan en volandas.

Ahora bien, puedo quejarme, sin miedo a ser quisquilloso, de la administración educativa, que escurre el bulto cuando se trata de tomar decisiones reales sobre problemas reales de la escuela real.

Hay dos cuestiones peliagudas en este curso escolar.

La primera fue establecer los criterios para formar los grupos mixtos. ¿Qué alumnos de un grupo de 25 o 27 unidades se desgajan de su grupo de referencia para formar un grupo nuevo con alumnos desgajados de otro u otros grupos? La complicación ha sido mayor en colegios de línea uno, en los que ha habido que mezclar alumnos de distintos niveles: primero con segundo, tercero con cuarto, quinto con sexto; en Educación Infantil el grupo mixto se ha hecho reuniendo niños de 3, 4 y 5 años. Claustros y equipos directivos han demandado a la inspección educativa unos criterios claros para hacer estas agrupaciones. La respuesta ha sido evasiva: apliquen ustedes los criterios que consideren mejores. ¡Hombre, dennos alguna normativa a la que agarrarnos por si protestan las familias, que pueden hacerlo con razón! Ustedes verán, fue la contestación, dentro de la tradición que tristemente inició Pilatos con su memorable lavado de manos. A día de hoy, después de aplicarse vigorosamente el jabón con un estropajo, Pilatos se las habría rociado y frotado con un chorro generoso de gel hidroalcohólico. Los colegios, a las alturas a las que estamos de trimestre, ya han resuelto los agrupamientos con más o menos acierto, no les ha quedado otro remedio.

La segunda cuestión no está aclarada y puede estallarnos en las manos en breve. ¿Qué hacemos con los alumnos que no asisten a clase por miedo a un contagio? El miedo es libre y, en la situación actual, bastante comprensible. ¿Son casos de absentismo? Las familias avisan de que los niños no vienen por miedo, sin que medie ningún certificado médico. Sabemos que estos niños pasan el día en su casa, los tenemos localizados. ¿Tomará alguna medida la fiscalía de menores? ¿Irá la policía a buscarlos y los traerá de oficio al colegio? A todos nos parecería exagerado viendo la que está cayendo. Pero ¿cómo resolvemos esta patata caliente? Por ejemplo, ¿cómo se les evaluará cuando acabe el trimestre? Preguntada por activa y por pasiva la inspección educativa, después de dar mil rodeos citando artículos de la legislación educativa —todo muy bonito—, acaba respondiendo lo que a la cuestión anterior: «Ustedes verán».

A día de hoy, no tengo una información nueva que desdiga lo que acabo de decirte. Ramón, no puedo estar contento con las autoridades educativas, me ponen de mal humor.

El día a día lo llevamos como podemos, perdiendo bastante tiempo en las medidas higiénicas, con las que hay que ser estrictos, por supuesto. Los alumnos las cumplen escrupulosamente, sin necesidad de que los docentes tengamos que subir el tono de voz (esa es mi experiencia). Pero se pierde diariamente media hora sólo con la entrada y la salida —pues se hacen escalonadamente por grupos de clase— y en el almuerzo. Como no se puede sacar comida a los patios, se almuerza en las aulas un cuarto de hora antes del recreo. Añádase a eso las frotaduras colectivas de gel hidroalcohólico, cinco como mínimo al día: al entrar, antes y después del almuerzo, a la vuelta de recreo, al salir.

A pesar de todo, servidor da clase y se empeña en que los niños aprovechen el tiempo que pasan en la escuela, que aprendan y que crezcan como personas.

Se nota que hemos estado cuatro meses sin clase, que, empalmados con los dos meses de vacaciones estivales, suman seis meses sin pisar la escuela. Hay hábitos intelectuales y de trabajo escolar que sólo se aprenden in situ, cara a cara, en la escuela presencial. Y, cuantas mayores carencias culturales y sociales tengan los alumnos, más importante es su contacto directo con los maestros.

Con todos nuestros fallos, la institución escolar es un lugar ordenado, con reglas que se cumplen, un lugar vivo, de convivencia estrecha, donde niños y adultos comparten un proyecto común, del que depende en gran medida que nuestra sociedad sea mejor ahora y en el futuro. Así lo veo yo.

Nadie sabe qué pasará dentro de unas semanas, no sólo en la escuela, sino en el conjunto de la sociedad. El coronavirus y la mala gestión de nuestras autoridades nos están haciendo mucho daño a todos. Pero confiemos en nuestro instinto de supervivencia y en tantas personas buenas —de todas las edades— que nos rodean. Gracias a ellas el daño será menor.

Te seguiré informando, Ramón, sin dejar tanto tiempo entre una carta y otra.

Siempre tuyo:

Carlos Cuadrado Gómez

lunes, 31 de agosto de 2020

Cartas a Ramón (1) 31 de agosto de 2020

 CARTAS A RAMÓN

Dibujo de Cartas y sobre pintado por en Dibujos.net el día 13-05-15 a las  16:15:35. Imprime, pinta o colorea tus propios dibujos!

Primera carta

31 de agosto de 2020

 

Querido Ramón:

 Mañana comienza el curso 2020/2021, el más incierto que he estrenado en mi larga vida profesional, que sobrepasa los treinta años de docencia. La epidemia del coronavirus es el motivo de la incertidumbre. ¿Cómo se desarrollará la vida escolar día a día, semana a semana, mes a mes? Nadie lo sabe y, menos que nadie, los poderes públicos.

A finales de junio avisé en este blog que “la madre del cordero” sería la vuelta al cole en septiembre. Teníamos por delante el colchón del verano, de las vacaciones, del calor. Con cierto asombro hemos comprobado que el calor no mata al bicho del coronavirus, que campa a sus anchas por la geografía mundial. Los últimos contagios, nos dicen los medios de comunicación, se han producido en reuniones familiares y juergas descontroladas. Sea donde sea, si ha habido contagio, es que el bicho anda suelto.

En nuestro último desayuno (viernes, 28 de agosto), con el que despedíamos las vacaciones de verano, me pediste, como buen pedagogo y ciudadano preocupado por la sociedad que eres, que te fuera informando de cómo se irá desarrollando la vida escolar en los meses venideros. Tu petición me dio la idea de hacerlo en modo epistolar. Lo que no sé es si hacerlo en privado o en público a través de este blog. Lo que salga se titulará Cartas a mi amigo Ramón o a Ramón a secas, ya veremos. El problema cuando la epístola es pública es que es menos exacta por incompleta, no menos sincera: se escribe con más precaución y hay detalles que no se cuentan por vergüenza o por no ofender.

Mañana es 1 de septiembre. Todos los colegios de la escuela pública tendrán el primer claustro: bienvenida, adscripciones oficiales, normas de funcionamiento para este curso, que este año tendrán miga. En los medios de comunicación circulan muchas informaciones contradictorias sobre el binomio escuela-coronavirus. Mañana en el claustro sabremos la información verdadera, por eso, no he hecho ningún caso a la rumorología con que nos inundan. Es uno de los claustros que más expectación me han producido en mi vida.

Esta tarde —ahora son las 20:20 h— estoy sereno y confiado en que lo haremos lo mejor posible con nuestros alumnos, pero puedo irme descomponiendo a medida que llegue la noche. ¿Será una noche de insomnio? No quisiera, aunque estaría justificado con la que está cayendo. Espero descansar bien para la batalla que nos espera.

Mi último día de agosto ha sido muy normalito, como casi todos mis días. Continúo con la lumbalgia que tenía el viernes en el desayuno, la que me vino montando en bicicleta el jueves, camino de Chinchón (Madrid). El sábado caminé y ayer, que me encontraba algo mejor, salí a entrenar en bicicleta. Fui con cuidado los primeros kilómetros y luego, aunque en todo momento me dolían las lumbares, se me fue calentando el cuerpo y fui pillando buen ritmo. Pero me equivoqué de cabo a rabo. ¡No debí haber salido! ¡Qué dolor por la tarde! Empeoré todo lo que había mejorado el viernes y el sábado. Espero no haberme hecho yo solito una lesión seria. Así que he decidido abandonar las actividades deportivas esta semana para recuperarme bien. No me puedo permitir estar de baja en estos momentos. Con toda seguridad el miércoles tendré que cambiar con mi vecino de aula el mobiliario de los alumnos, y tengo que poder, Dios mío. Aunque la gente no lo sepa o no se lo crea, estos trabajos brutos de mudanza nos los curramos los maestros solitos a costilla o a lumbares. Somos chicos para todo.

Lo del día normalito consiste en leer, escribir, hacer tareas domésticas, cuidar de familiares mayores, hacer recados. Ya me entiendes.

Hoy he despedido el verano concluyendo dos libros: Illes mediterrànies. 1. De les Medes a les Balears de Josep Pla (en catalán) y Niños con autismo y TGD. ¿Cómo puedo ayudarles? de Paloma Cuadrado y Sara Valiente (Editorial Síntesis). Interesantísimos los dos, cada uno en su tema. Conoces mi admiración por Pla, por el que me enseñé catalán en 2013 para poder leerlo directamente sin traducciones. El libro sobre autismo es una síntesis muy útil y clara para padres y maestros, y profesionalmente me hacía falta refrescar los conocimientos sobre la cuestión. Como te los he comentado en directo, no me extiendo, que la epístola se está alargando de más.

Continuaremos en contacto, amigo.

Adiós.

Carlos Cuadrado Gómez

 

domingo, 14 de junio de 2020

En la brecha

EL POTAJE DE ESOPO 15

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Deambulación décima tercera
En la brecha
Este blog es de educación y, a causa de mis juegos y compromisos mentales, me veo obligado a decir algo sobre educación en este periodo prolongado de confinamiento, del que parece que vamos saliendo a tientas y que ha trastocado profundamente nuestra vida individual y social, si no para siempre, sí temporalmente, sin que sepamos el punto final de este periodo extraordinario de nuestra historia.
La escuela, sin paliativos, se ha visto afectada por la pandemia. En unas semanas, hemos pasado de una escuela presencial a una escuela online, un cambio realizado a toda velocidad y que ha supuesto un extraordinario esfuerzo de adaptación para niños, profesores y familias.
Con mayor o menor acierto, a tientas casi siempre, la institución escolar no ha cerrado sus puertas —los bares sí han cerrado, por una vez les hemos ganado en algo— y ha continuado funcionando como tal institución de modo telemático, con más repercusión emocional o afectiva que cultural, lo cual no es para nada negativo, todo lo contrario.
Los meses que van de marzo a junio han sido tremendos y terribles en nuestra sociedad, y la escuela, que forma parte de la sociedad, no se ha escapado del sufrimiento. Las consecuencias de todo esto se irán viendo en los meses venideros.
Está mediado junio, las vacaciones se tocan con la punta de los dedos y septiembre está a la vuelta de la esquina. ¿Qué pasará en septiembre? ¿Se abrirán los colegios? Si se abren, ¿en qué condiciones? Estas son las preguntas del millón y pienso que, por mucho que digan, nadie sabe la respuesta.
En relación con el hecho educativo, sólo se me ocurren obviedades. Una obviedad tiene un marcado carácter individual: lo que es obvio para uno no lo es para otro. Las obviedades se comunican a gente cercana que comparte la misma sensibilidad de obviedad. En este terreno nos moveremos hoy.
Mis obviedades las puede pensar cualquiera y pecan de todo menos de originalidad. Estoy cansado de leer artículos y ver vídeos de educación en los que el disertador luce su verborrea pedagógica diciendo lo que vemos todos, pero que parece que sólo lo ve él, y soltando una moralina para el futuro que, sinceramente, es estéril, no vale para nada. ¡No tenemos ni idea de lo que pasará! Rellenen páginas o minutos de cámara, ¡seguimos sin tener ni idea!
El mes pasado leí un artículo que me llamó la atención: “La revolución de los copiones” (El País, 2 de mayo de 2020), en el que se explicaban las técnicas de copieteo en trabajos y exámenes con los medios informáticos que se están empleado masivamente durante la pandemia (no hay otros medios ahora, evidentemente). Hay que reconocer que algunos trucos son realmente ingeniosos y eficaces. En el artículo, algún “experto” sacaba cosas positivas de este moderno copieteo cibernético. Pero a mí el artículo me produjo una tolerable tristeza. Porque, ni siquiera en estos momentos de escuela online, nos salvamos de que el personal (alumnos, profesores, familias) prime el aprobado sobre el aprendizaje. El sistema no ha renunciado a la falacia de las notas, a la fachada de humo de los exámenes, y no ha reaccionado en favor del aprendizaje. Era una oportunidad de oro para centrarse en el saber y pasar de la lacra de los libros de texto y los exámenes, en un momento en el que la sociedad hubiera tolerado prácticas pedagógicas de otro tipo. Ahí se quedó la oportunidad. ¡Chicos y chicas, para sobrevivir en este sistema, hay que buscar el aprobado, lo siento, no os queda otra!
No esperéis hoy de mí palabras optimistas. No me salen. Tampoco mencionaré a los políticos: esos me producen amargura y mucha desolación.
La brecha tecnológica es el término usado para decir que los pobres no tienen de nada y los ricos tienen de todo. Los niños pobres en el mejor de los casos tienen un teléfono móvil para toda la familia y los niños ricos (no hace falta nadar en millones, es suficiente con unos padres de clase media) tienen todos los medios tecnológicos necesarios para participar con garantías en una escuela online.
La situación pandémica no ha creado esta brecha tecnológica, simplemente ha sido el excipiente para que quede cristalina como el agua la brecha social entre pobres y ricos. Hablar de brecha tecnológica es como hablar de pobreza energética. Hablemos de pobreza pura y dura: los pobres no pueden pagar un recibo de la luz que les permita tener las casas calientes en invierno ni pueden comprarles un ordenador potable a sus hijos, ni tienen las habilidades informáticas necesarias para echarles una mano. ¡Si no se la echan cuando la situación es normal!
Ni siquiera este confinamiento ha agravado la brecha digital (brecha pobres/ricos), simplemente la ha sacado sin complejos a la luz, por si no estaba suficientemente clara.
Las diferencias sociales ya son evidentes en la escuela presencial, que no es una escuela para tirar cohetes. Al fin y al cabo, lo telemático es un reflejo de lo presencial, ¿qué podemos esperar?
Siendo realistas, cuatro meses sin escuela en la vida de un niño no son para rasgarse las vestiduras. En septiembre volverán más maduros y, posiblemente, asimilen mejor los conocimientos que no se les han ofrecido en estos meses. En la escuela de las apariencias que tenemos, se tiene mucha prisa y —seamos razonablemente optimistas por un momento— posiblemente este parón le venga bien a más de uno. Ya veremos.
Lo que me desazona bastante es pensar, con o sin razón (más con ella que sin ella), que en la escuela transformamos poco la realidad. Nuestros alumnos están mejor con escuela que sin escuela, por supuesto, pero no somos capaces de mejorar las condiciones y el futuro de las personas de los barrios marginales, que son nuestros barrios. Ese determinismo social que vivimos —siempre lo ha habido, pero ahora es muy virulento— me pone el alma en los pies y me desarma como maestro de la escuela pública.
¡Qué perdidos estamos, caray!
¿Qué nos queda? Nos queda el corazón. Personalmente, tiro de corazón. Y confío en que el corazón tire de la inteligencia, como otras veces. Tengo claro que no puedo dejar en la cuneta a mis alumnos, que hago y haré todo lo posible por que estén bien, que buscaré con mis compañeros de colegio las mejores soluciones para ellos, que no escatimo ni escatimaré esfuerzos, y eso me hace estar ilusionado —sin perder de vista la cruda realidad— y consigue que tenga sentido esta bella profesión de ser maestro. La enseñanza es un arte, no es una simple técnica, y en el arte el corazón es un elemento esencial. Ahora no nos queda más remedio que tirar de corazón, de estar en la brecha con el corazón.

Lo que estamos viviendo tiene muchos flecos, todos ellos comentables. Con la confección de las cortinas de hoy, hemos cumplido como “sastres del bolígrafo y la tecla” de momento. Tiempo habrá de atender a este o a aquel fleco.

Carlos Cuadrado Gómez
  Leganés, 14 de junio de 2020

viernes, 22 de mayo de 2020

En defensa de Proust

EL POTAJE DE ESOPO 14

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Deambulación duodécima
Sobre libros (IV)
En defensa de Proust
Confirmo a quienes leyeron El potaje de Esopo 13 que Albertina abandona a Marcel antes de que concluya La prisonnière (Marcel Proust, À la recherche du temps perdu). No me extraña, creo que hace bien, porque Marcel es un pesado y un celoso patológico: «Chica, deja a este elemento. Es muy educado, pero un posesivo y un desequilibrado. Sé libre». He continuado leyendo la siguiente novela, la sexta de la saga: Albertine disparue. El título es consecuente con el suceso de la muerte de Albertina, que muere en un accidente de caballo; desparece literalmente de escena: galopando a sus anchas por el campo se estrella contra un árbol y se mata. Si hubiera hecho caso a las insinuaciones de Marcel, que nunca habla ni escribe claro sobre lo que siente y quiere, Albertina habría vuelto del campo a París y no habría muerto. Pero el hecho es que muere y Marcel se retuerce, en su mente sinuosa, de dolor. Ahora estoy en las páginas en las que el personaje se sumerge en una vorágine de sufrimiento interno que no la querría yo para mí.
Lo prodigioso de Proust es que sea capaz de escribir una novela entera sólo hablando de sí mismo y de lo que sucede en su cabeza. La primera parte de esta novela la copa la situación psíquica de Marcel después de morir Albertina: lo que recuerda de ella, sus celos retroactivos, lo que quisiera saber de su pasado. La causa mayor de la celotipia de Marcel es el lesbianismo activo de Albertina, que es bisexual, mientras mantenía relaciones con él. En su delirio celotípico, Marcel envía a un amigo a Balbec, la ciudad donde pasaban las vacaciones, para que recabar información sobre el lesbianismo de Albertina. El amigo le confirma todas sus sospechas con pelos y señales, y Marcel sufre como un perro: le está bien empleado.
Proust es un escritor que se atreve a tratar sin tapujos, con claridad, sin grosería, la homosexualidad masculina y femenina de su tiempo, lo cual es meritorio si pensamos que las siete novelas de À la recherche du temps perdu se publican entre 1913 y 1927. Tengo la sensación de que Proust escribe mejor a medida que avanza su obra: emplea un francés maravilloso y cautivador, que es un instrumento eficaz en sus manos para narrar y expresar cuanto quiere.
Leo la novela en un volumen que contiene las siete novelas en 2400 páginas, a cual mejor. Lo compré el 15 de julio de 2009, en un viaje que hicimos a Paris. Me dio mucha paz tenerlo en mi estantería: «Ahí estás, amigo, conmigo para siempre». Ese volumen era una deuda que tenía con Proust, que me acompaña en la vida desde los diecinueve años, cuando estudiaba literatura francesa en la carrera de Magisterio.
Es tal la calidad literaria de Proust que me escandalizó un comentario sobre él de Mario Vargas Llosa el pasado 19 de abril, en un artículo publicado en El País: “En favor de Pérez Galdós”.
En dicho artículo, defendiendo la figura de Benito Pérez Galdós y, de paso, la de Javier Cercas —aunque Cercas aparece en el artículo por decir no sé cuándo que no le gusta la prosa de Galdós—, don Mario dice textualmente: «A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones, me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad del su autor, su mundo pequeño y egoísta, y, sobre todo, aquellas paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí tanto me gustan) […], hubiera desaconsejado su publicación».
Sinceramente, no me esperaba esto de don Mario, al que con razón tengo por un escritor grande. He leído toda su obra publicada, fundamentalmente novela y ensayo, y nunca me ha disgustado. Hay dos novelas suyas incuestionables: Conversación en la Catedral y La guerra del fin del mundo; las recomiendo sin tapujos. Por eso me extraña que no disfrute con la alta literatura de Proust y sí lo haga con la escritura menor de Galdós y de Cercas. Proust es un escritor capital de la historia de la literatura, de los poquitos que marcan un antes y un después, de los que suponen un cambio de época. ¿Tampoco le gusta a don Mario Virginia Woolf? ¿Y Valle-Inclán?
Cuando leo a Proust, me cuesta cada página —de acuerdo, don Mario, Proust requiere esfuerzo y tesón—, pero es inevitable la emoción y la admiración, que no cesan ni decaen en ningún momento. Una vez que te enganchas a la página, cuesta separarse de ella. À la recherche du temps perdu es una obra que hay que conquistar, que te afina el gusto, que te hace lector de verdad. Leer a Proust es una aventura en toda regla.
Pasemos a Benito Pérez Galdós. Como a Cercas, a mí no me gusta su prosa. En mi opinión, Galdós escribe por escribir, es muy hábil para llenar páginas y páginas, al peso, pero me aburre. Para poder escribir mucho, sin tregua y que sea bueno, al modo de Las mil y una noches, hay que ser un escritor muy especial, y eso no está al alcance de cualquiera. Esos pocos elegidos conectan con sus contemporáneos, pero, cuando pasa el tiempo, es fácil que acaben en el olvido. En ese tipo de escritores incluiría, entre otros, al Inca Garcilaso de la Vega (cronista del Siglo de Oro), al mismo Proust (sin duda), a Josep Pla y a César Aira, que es argentino y está en activo (tiene ahora 71 años). Pienso que Galdós no está en este grupo de escritores, aunque escriba mucho.
Don Mario afirma en su artículo que Galdós no era un genio —ahí coincidimos—, “pero fue el mejor escritor español del siglo XIX y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua”. Que yo sepa, nuestro primer escritor profesional fue Lope de Vega: el teatro del Siglo de Oro se nutrió, entre otras, de los centenares de comedias que salieron del taller de Lope de Vega; el teatro era lo que literariamente daba dinero en el siglo XVII y Lope de Vega vivía principalmente de parir comedias de gran calidad. Es muy posible que algunas se elaboraran en equipo, como sucedía en los talleres de los pintores con los cuadros. Esa dedicación a la literatura de Lope, que le permitía vivir de ella, fue una indudable dedicación profesional, no un simple pasatiempo o afición.
En mi modesto entender, Galdós no es el mejor escritor del siglo XIX. Nuestro siglo XIX lo salva una novela extraordinaria: La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín. Si no existiera El Quijote, hablaríamos de La Regenta a toda hora. Es de los pocos libros que me han disparado las pulsaciones, hasta el punto de abandonarlo temporalmente. Recuerdo que, siendo estudiante de Magisterio, una noche, en la cama, me dieron las dos de la madrugada con La Regenta en las manos y sobreexcitado. Cuando llegué al pasaje en el que Quintanar ve a don Álvaro salir de su casa saltando la tapia, tuve que cerrar el libro. Y no lo continué hasta pasados cinco días. Pues bien, un libro tan genial no lo puede escribir un chanclas, sino un buen escritor. Clarín es contemporáneo de Galdós; pensemos que La Regenta se publica entre 1884 y 1885 y Fortunata y Jacinta en 1887.
En esos mismos años también se publican Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887), de doña Emilia Pardo Bazán, que para mí es el mejor escritor de nuestro realismo y de nuestro siglo XIX, a años luz de Galdós (Galdós fue amante de doña Emilia durante un tiempo). Su obra, como conjunto, me parece mejor que la de Clarín, aunque Clarín escribiera La Regenta. La primera página de La madre naturaleza es uno de los mejores comienzos de novela que he leído, y simplemente llueve.
Si don Mario afirma que don Benito era buena persona, que “su talento estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble”, así sería, no se lo discuto, no tengo argumentos en contra, pues no conozco a fondo la biografía de don Benito. Si don Benito fue buena persona, me alegro, pues la bondad mejora este mundo.
Y por fin llegamos a Javier Cercas. Don Mario, feliz de conocerse a sí mismo, todavía saborea las mieles de la vanidad: se recrea cuando piensa que él mencionó Soldados de Salamina en un artículo de 2001 y la novela se convirtió en un best seller. Perdóneseme la maldad: la practico de vez en cuando, o simplemente me sale, porque creo que sin maldad no se escribe buena prosa. Lo cual no quiere decir que siendo malo uno escriba bien, pero no se puede escribir bien sin cierta dosis de maldad. Hago esta gimnasia por si acaso.
A veces don Mario, con tal de ser amable y quedar bien, no sabe qué hacer. Sobre Javier Cercas dice don Mario: “Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan oscuro”.
Tenía en la memoria el impreciso recuerdo de haber leído algún artículo de Cercas, y de que me había parecido simplón. Pero tengo la costumbre de no opinar de ningún autor o libro sin haberlo leído. Por lo tanto, me he “volcado” en las recomendaciones de don Mario, empezando por Anatomía de un instante (2009) y continuando por Soldados de Salamina (2001). En espera está El impostor (2014): he leído dos páginas y lo he dejado para más adelante, porque estaba un poco saturado de Cercas y conviene tomar un poco de distancia antes de abordar la obra. Lo leeré de cabo a rabo por motivos de estudio, aunque con la lejana esperanza de gozar con él, visto lo visto y leído lo leído.
Por mucho que se empeñe Cercas, en un largo prólogo exculpatorio dirigido a sus colegas de escritura, Anatomía de un instante no es una novela. El prólogo es una excusatio o captatio benevolentiae que aburre y sobra. El libro es un reportaje periodístico de la toma y secuestro del Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981 por Antonio Tejero Molina, teniente coronel de la Guardia Civil, mientras se dirimía la dimisión de Adolfo Suárez como presidente de Gobierno y estaba a las puertas la votación de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo. Cercas expone la información que él ha recabado sobre los precedentes, los personajes, el suceso mismo en aquellas horas humillantes, el desenlace. En todo momento, Cercas no se sale del rol de periodista que ve las cosas desde fuera, y lo hace desde su particular punto de vista, desde la hermenéutica de su tribu de opinión, la del entorno de la Cadena Ser (radio).
La prosa del libro me parece floja, tediosa, con alguna metáfora forzada, metida con calzador. Parece que uno lee apuntes de universidad, escritos en fragmentos mal insertados entre sí. Creo que el libro está poco corregido, que muchas frases y párrafos son mejorables. En los reportajes periodísticos no se afina, por la premura de la entrega del texto, tanto como en la novela. Sin embargo, Noticia de un secuestro de García Márquez es una crónica periodística que no tiene nada que envidiar en su estructura y en su escritura a las mejores novelas del colombiano. Y una crónica periodística es Madrid. El advenimiento de la República, de Josep Pla, quien, siendo un joven periodista, es enviado al Madrid de 1931 por el periódico barcelonés La Veu de Catalunya para que cuente lo que pasa. ¡Y qué bien lo cuenta sin salirse del estilo periodístico! Con seguridad Cercas ha leído ambas obras, pero no ha aprendido de ellas. Cercas cae frecuentemente en comentarios ingeniosillos, pero poco profundos. En otras manos, Anatomía de un instante —el título es bueno— hubiera sido el gran libro que nos falta sobre la Transición (del franquismo a la actual democracia). Tendrá que venir un inglés a escribirlo, como es habitual.
De todas formas, he leído Anatomía de un instante con sumo interés, porque me ha hecho recordar un acontecimiento que me llegó cuando era estudiante de 3.º de BUP, y cuyo significado aquel adolescente, como es lógico, no supo ver. De paso, he reflexionado sobre España, nuestra historia pasada y reciente, qué y quiénes somos, por qué funcionamos como funcionamos. La crisis del coronavirus ha sido el excipiente que ha sacado a la luz o al aire nuestros peores sabores.
El argumento de Soldados de Salamina gira en torno al fusilamiento fallido de Rafael Sánchez Mazas en el final de la Guerra Civil del 36. Sánchez Mazas es uno de los fundadores, junto con José Antonio Primo de Rivera, de la Falange Española, y es el padre de Rafael Sánchez Ferlosio, autor de El Jarama.
La prosa no es mejor que en Anatomía de un instante. Ciertamente Cercas escribió antes Soldados de Salamina, pero a veces el ser humano empeora con el tiempo y podría ser que Soldados de Salamina fuera una novela aceptable. No es el caso.
El libro también es insulso, ni el título tiene gracia. Menos mal que en esta ocasión Cercas no se empeña en que escribe una novela, sino un “relato real”. Ahí creo que acierta, y me gusta esa categorización de género textual. Ignoro si el término es suyo.
El tiempo se le va a Cercas en contarnos sus idas y venidas para recabar información de unos y de otros sobre el asunto, en hablar de una novia que se ha echado que “no lleva bragas” —no nos interesa el dato ni viene a cuento en el conjunto de la obra—, en decir que sus compañeros de periódico le miran mal y le critican porque escribe novelas. En pocas páginas, ventila lo único interesante del libro, el relato novelado del fusilamiento fallido, donde, todo hay que decirlo, hay cierta calidad literaria.
Sé que hay película de este libro, pero no la he visto y, de momento, no me urge verla.
Probablemente, por estos comentarios puedo ganarme algún enemigo literariamente hablando, porque Cercas tiene seguidores incondicionales que no estarán de acuerdo conmigo. También es posible que gane algún amigo, algún lector que, como yo, después de leer estos libros haya pensado que la cosa no era para tanto, que Cercas está sobrevalorado.
Para concluir, le diría a don Mario que, si estos libros y su autor es lo mejor que tenemos ahora, apaga y vámonos. Y, hombre, no me lo compares con Proust, al que defiendo con uñas y dientes, como no puede ser de otra manera. Otra cosa es que no lo recomiende como lectura universal. A cada cual le llega Proust cuando le llega, y conviene que, como El Quijote, no se lea antes de tiempo para evitar atragantamientos.


Carlos Cuadrado Gómez
Leganés, 22 de mayo de 2020 

viernes, 27 de marzo de 2020

EL POTAJE DE ESOPO 13

EL POTAJE DE ESOPO 13

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Deambulación undécima
Sobre libros (III)
Retirado en la paz de estos desiertos

Retirado en la paz de estos desiertos es el primer verso de un famoso soneto de Quevedo, que continúa diciendo: con pocos, pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con los ojos a los muertos. Otro día le daré más cancha al soneto, hoy me sirve para introducir esta deambulación dedicada a los libros, cosa que no hacía desde el pasado agosto.
El confinamiento obligado a causa del coronavirus me ha devuelto a la vida de silla, mesa y flexo, que es la base de la vida cultural. Mis últimos meses han sido de actividad frenética: una reforma integral de la casa, clases, presentaciones de libros, preparar una exposición de pintura, etc. He vivido sin vivir en mí y, lamentablemente, se ha resentido mi mundo de libros y escritura. Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que estoy descentrado, buscando una reinvención personal en lo que la gente llama, con cierta grandilocuencia, vida intelectual.
Para ir calentando el ambiente, querido lector, te contaré que una exposición de pintura en la que participo con otros pintores, todos discípulos de nuestra maestra japonesa Michiko Ono, se iba a inaugurar el 13 de marzo de 2020 en la sala de exposiciones del Centro Cívico Rigoberta Menchú de Leganés, bajo el título de Friday Galaxy. Todo está dispuesto —los cuadros colgados, los carteles de cada obra a su vera, los textos explicativos en su lugar—, pero bajo llave, esperando que se levante la veda impuesta por las autoridades civiles para evitar, según parece, males mayores. Si han cerrado el Museo del Prado, para Friday Galaxy es un honor compartir con él la clausura aguardando tiempos mejores.
Te aviso, desocupado lector, que la entrada no es breve, pero ahora dispones de mucho tiempo libre para perderlo en esta deambulación.
En la paz de estos desiertos he recuperado un ritmo de lectura más constante y sistemático. La vida de un lector está salpicada de libros que se empiezan, que se tienen por la mitad, que se releen o que hay que volver a empezar porque se ha perdido el hilo. Cada lector tiene su particular universo de libros: libros de distintos géneros literarios, libros simpáticos o antipáticos, libros que se poseen físicamente y libros que son proyectos in mente. Con todos ellos establecemos una relación afectiva, que es una parte importante de nuestra biografía sentimental. El lector debe controlar sus impulsos para ser eficaz y no saltar de libro en libro, ansiando lo que todavía no ha leído, como una mariposa entre las flores.
Empezaré con Rojo y Negro de Stendhal. El club de lectura Rosa Luxemburg de Leganés —Mari Carmen es su directora y alma— me encomendó la sesión que dedicarían a esta obra en la reunión de enero (16/01/2020). Recibí el encargo con mucha alegría, porque hacía bastante tiempo que no hablaba sobre libros de autores muertos. Tener al autor muerto me daba mucha libertad, para qué negarlo. Los meses previos me entregué a la novela, manejando una edición francesa —es una delicia leer a Stendhal en su propia lengua— de la editorial Folio Classique y una edición en castellano de la editorial Cátedra. Releer Le Rouge et le Noir me hizo volver a la lengua francesa, que tanto amo. En su día, cuando la leí por primera vez, el personaje principal, Julián Sorel, me pareció un tipo egoísta y desagradable. No he cambiado la impresión sobre el sujeto. Me han llamado poderosamente la atención los personajes femeninos, la señora de Rênal y Matilde. El erotismo de la novela es muy intenso, Sorel será un egoísta indeseable, pero es un sex symbol difícil de superar, con el que disfrutan del sexo las mujeres que se cruzan en su camino. Stendhal es un mago de la narración, que domina el lenguaje en todos los registros, pero, en mi opinión, en esta novela y en otras (v. g. La cartuja de Parma) peca de precipitación, de ser “un prisas”. Si hubiera tenido más calma y hubiera corregido más, con esas cualidades innatas hubiera sido insuperable. De todas formas, seguiremos leyendo y admirando a Stendhal por mucho tiempo. Como no podía ser de otra forma, lo pasamos realmente bien en la velada del club de lectura, nos quedamos con ganas de más.
En su lengua original, el francés, sigo leyendo a Marcel Proust, con el que mantengo una relación de amistad y admiración desde hace décadas, desde que estudiaba Magisterio. Me quedan apenas treinta páginas para concluir La Prisonnière, que es la quinta novela del conjunto Á la recherche du temps perdu. Tengo pendientes Albertine disparue y Le Temps retrouvé para concluir esta magnífica obra de la literatura universal. Proust requiere un lector decidido, metódico y disciplinado. Su prosa, con largos periodos, oraciones y párrafos que ocupan muchas líneas —a veces, el lector busca impaciente el siguiente punto y aparte—, es sencillamente maravillosa. Si no se es constante, se pierde el hilo y uno anda extraviado páginas y páginas mientras, por ejemplo, el personaje pasa un par de horas en un salón parisino, observando a los asistentes o conversando fugazmente con unos y con otros. Proust es de los pocos escritores de la literatura cuya obra marca un antes y un después, merece la pena abrirse a él y tener una experiencia estética real. En La Prisonnière, el personaje de la novela, el alter ego de Proust, es presa de unos celos patológicos, perfectamente descritos, que serán la causa de que Albertine, su amada del alma, le abandone. No sé si se marchará en estas treinta páginas o si tendré que esperar a Albertine disparue. Si la chica finalmente le abandona, será, en mi opinión, con toda la razón del mundo.
Todavía tengo entre manos Paradise de Toni Morrison, a unas cincuenta páginas del final. En esta novela, que empecé en agosto, he perdido y he recuperado el hilo no sé las veces. Reniego de leer introducciones y resúmenes antes de atacar una novela nueva, por eso, voy y vengo sin rumbo por Paradise, pero maravillado por la prosa de Morrison. Es de esos escritores que da igual lo que escriban, pero que escriban. Todo lo escriben bien, no se necesita un argumento para transitar por su escritura. En Paradise un mundo de afroamericanos se debate consigo mismo. Es una novela coral en la que las protagonistas son mujeres que sufren, que buscan su identidad y que pelean con uñas y dientes por ser libres. La sociedad cerrada y convulsa que sirve de fondo a la acción arrastra el lastre de la esclavitud en Estados Unidos, y es donde Morrison explora sin tapujos la condición humana. La noche de los niños es la siguiente novela de Morrison que tengo en lista de espera.
Acabé por fin la antología de Los padres de la Iglesia (edición de José Vives, Herder Editorial), que comienza con Clemente Romano (s. I) y concluye con Atanasio de Alejandría (s. IV). Mantengo la opinión que expresé sobre ellos en El potaje de Esopo 10. Fueron cultísimos y geniales, y marcaron por siglos el pensamiento de Occidente. Eran “medularmente griegos” —en esta antología sólo hay dos escritores latinos, los demás escribieron en griego—, de modo que tradujeron sin complejos a la mentalidad griega los fundamentos del cristianismo. Interpretaron del fenómeno de Jesús de Nazaret y de su primera generación de seguidores desde sus esquemas culturales y lo reformularon con su propio lenguaje. Con posterioridad ha habido en la teología un seguidismo al pie de la letra de su teología, y realmente se ha aprendido poco de su capacidad innovadora y creativa para adaptarse a las categorías y al lenguaje de la sociedad de su tiempo. Con sus polémicas doctrinales, tan propias de los griegos, dan la impresión de que se preocupaban más de la ortodoxia que de la ortopraxia.  No les juzgo, habría que vivir en aquel mundo para comprender esta deriva obsesiva hacia lo doctrinal, en la que parece orillada la práctica de la solidaridad. Es impresionante su dominio de la filosofía griega y la retórica. Creo que, después de leerlos y subrayarlos, he entendido —lo tengo entre alfileres— aquello de que el Verbo se hizo carne y todo lo que se deriva de este aserto. La principal lección para mí es que cada generación debe hacer su propio esfuerzo de hermenéutica para que sea “hodierna” la corriente de pensamiento y de praxis representada por Jesús de Nazaret.
He vuelto a la filología después de mi reciente primer viaje a Valladolid. Toda la ciudad me ha encantado, pero destaco el Museo Nacional de Escultura —la visita es obligada— y la Casa Museo de Cervantes, que se levanta sobre el solar del inmueble donde Cervantes vivió en 1604 y 1605. Me traje de la ciudad varios libros de filología. He acabado en estos días La maravillosa historia del español, de Francisco Moreno Fernández (Instituto Cervantes, Espasa Libros, 2019). Ha sido un reencuentro con mi especialidad, que es la historia de la lengua española. El libro es una síntesis de la historia de nuestra lengua en 330 páginas, con las aportaciones en la materia de los últimos años. Está al alcance de todos los públicos, es un libro de divulgación, pensado para especialistas y no especialistas, de lectura fácil, con anécdotas sobre personajes relevantes o curiosos y sobre palabras de la vida diaria. Me gusta la visión o comprensión de conjunto que hace Moreno Fernández y, para mí, es el empujón para que regrese a “mi casa” (la gramática histórica) y me plantee dedicarme de nuevo a la investigación.
De divulgación también es el último libro de Sáenz de Cabezón: El árbol de Emmy. Emmy Noether, la mayor matemática de la historia (Plataforma Editorial, 2019). Emmy Noether es una de las principales mentes privilegiadas de la historia de las matemáticas: no sólo las entendía, sino que hizo nuevas aportaciones. Es de los pocos científicos de los que hablaba bien Albert Einstein, que la admiraba incondicionalmente. Estuvo en el equipo que dio soporte matemático a la teoría de la relatividad y sus contribuciones a la teoría de invariantes son fundamentales. Dos de sus teoremas solucionan el problema de la conservación de la energía en la relatividad general. El libro está muy bien organizado y emplea técnicas textuales propias de las redes informáticas para dar a conocer la labor de otras mujeres matemáticas. Mientras se va leyendo el libro, dan ganas de coger lápiz y papel y ponerse a hacer ecuaciones.
Del mundo de las matemáticas me ha llegado una de las mayores alegrías personales de estos primeros meses del 2020. Ha sido la publicación de la segunda obra de mi amigo Ramón Rodríguez Vallejo: Fundamentos de cálculo infinitesimal en una variable real (Editorial Tébar Flores, 2019). Es una obra de gran envergadura. No exagero, porque son dos volúmenes que suman 1.640 páginas (742 + 898). Es una obra de peso —nunca mejor dicho—, de más de cuatro años de trabajo diario, meticuloso y disciplinado. Reconozco que me emocioné cuando nos lo presentó a un grupo de amigos el pasado 20 de febrero y lo tuve entre mis manos. Desde aquí le vuelvo a dar mi enhorabuena a Ramón. Para abordar este libro de estudio y consulta, hay que aprovisionarse de lápiz y papel, y no es una metáfora. Los amantes de las matemáticas disfrutarán con él, sin duda.
Sigo con más amigos escritores.
Guillermo M. Schrem, que es una máquina de escribir, ha publicado dos libros recientemente: Abordaje y Parece que hace tanto tiempo. Soy un lector rendido a Guillermo, un incondicional que disfruta con todo lo que escribe, que espera la siguiente obra para devorarla. Esa pasión me resta objetividad, pero me da igual.
De los libros que he leído de Guillermo, Abordaje (Círculo Rojo, 2019) es para mí el de más calidad, dicho sea sin desdoro de los otros. A partir del descubrimiento fortuito de unos legajos en East End (Londres), Guillermo reproduce, mediante la ficción de transcribir los legajos, el testimonio de diferentes personajes y personajillos, transportando al lector al fantástico mundo de la piratería. Sólo alguien como Guillermo, un conocedor en profundidad de la literatura de piratas y un coleccionador compulsivo de volúmenes de La isla del Tesoro de Stevenson, puede escribir un libro así, que desprende el regusto de Borges, de De Quincey y del propio Cervantes.
Parece que hace tanto tiempo (Círculo Rojo, 2019) es la tercera novela de una serie que comenzó con El hombre del año pasado y continuó con Todo el mundo sabe. Comencé leyendo la segunda y he seguido con la primera. Con Parece que tanto tiempo he completado el ciclo. Un personaje sin nombre —un tipo moderno, pero con un lenguaje anticuado y socarrón— es el hilo conductor de la trilogía. Son novelas negras, de humor, de colgados de la vida, con las que te ríes mucho y que te tienen en vilo en todo momento.
El 5 de marzo, poco antes del confinamiento nacional por el coronavirus, en la Biblioteca Eugenio Trías, que se levanta sobre la antigua Casa de Fieras del parque del Retiro, tuvo lugar la presentación de El cuenco de los haiku (Ediciones Vitruvio, 2020) de Modesto González Lucas, en la que tuve el gusto de participar. De la mano de Modesto he llegado al mundo del haiku. No entro en la discusión de si es poesía o no el haiku cuando se escribe en una lengua distinta al japonés —según los puristas, el haiku nunca es poesía—, pero con algunos de los haikus de Modesto se produce en mí el calambrazo poético, o el de la belleza si queremos desterrar el adjetivo poético. El libro me encanta, y creo que es muy superior a su anterior edición (no recuerdo la editorial). Esta segunda edición es de una gran calidad literaria.
De Eloísa Pardo Castro ya ha visto la luz Haro y yo (Ediciones Uno, 2019). En el blog hablamos del libro cuando era todavía un borrador a las puertas de la imprenta. Haro es el anterior perro de Eloísa, fallecido. El perro actual se llama Chewie. Con Haro conversa Eloísa como conversaba Juan Ramón Jiménez con Platero en Platero y yo. Me parece fundamental la estructura dialogada del libro: en muchas páginas Eloísa consigue que el lector se meta en la piel de Haro y sea el destinatario del diálogo. Eloísa domina la prosa poética, y este género de dietario es un campo ideal para desplegarla. Son conmovedoras las últimas entradas, en las que se narran los días previos a la muerte de Haro y su muerte la noche del 15 de noviembre de 2016. Un libro para los amantes de los animales y, por supuesto, para todos los públicos.
Los hermanos Grimm y sus cuentos regresan a nuestras vidas de la mano de Helena Cortés Gabaudan, una profesora de la Universidad de Vigo, con la publicación del libro: Los cuentos de los hermanos Grimm tal como nunca te fueron contados. Primera edición de 1812 (La Oficia Ediciones, 2019). Como reza en el título, la doctora Cortés nos traduce 86 cuentos de la edición de 1812, curiosamente el año en que las Cortes de Cádiz promulgan su famosa constitución, bajo el silbido de las bombas napoleónicas. Dice la doctora Cortés: «Los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm publicaron en vida siete ediciones de sus cuentos, más una edición abreviada, una selección de cincuenta cuentos escogidos que llamaron la Kleine Ausgabe [1857] y que fue la que lanzó de verdad al éxito sus cuentos». En esta primera edición los cuentos están “en bruto”, sin las depuraciones a las que fueron sometidos posteriormente por los Grimm. Son interesantes en cuanto primera versión de unos cuentos que están en el imaginario colectivo, últimamente muy mediatizados por las versiones de la industria del cine. No hay grandes sorpresas de contenido, tal vez las versiones son más simples y descarnadas, y la técnica narrativa es muy rudimentaria El principal interés reside en la comparación que se haga con versiones posteriores. Es imprescindible leer el estudio preliminar de la doctora Cortés. Me ha aportado unos datos que ignoraba por completo y me ha ayudado a tener una nueva comprensión de este corpus de cuentos, con los que mantengo una larga relación como lector y como narrador oral. Me está esperando la edición de la editorial Cátedra (Colección Letras Universales, n.º 54), por la traducción que hace del alemán al español M.ª Teresa Zurdo, que es la que recomienda leer la doctora Cortés en el estudio mencionado.
He dejado para el final dos libros de poesía, que son los que más compañía y consuelo me han dado en estos últimos tiempos.
De vez en cuando tengo que regresar a Garcilaso, a sus obras completas, que apenas ocupan doscientas páginas, suficientes para pasar a la gloria. Lo leo a poquitos, para que me dure más y así poder saborear cada verso, cada delicioso verso. Nuestro Garcilaso es magnífico, su poesía es directa, sin complejos ante la belleza. La égloga primera es un lugar donde acudir en épocas de desolación del alma. El vuelo se remonta en el mismo momento en que leemos los primeros versos: El dulce lamentar de dos pastores, / Salicio juntamente y Nemoroso, / he de cantar, sus quejas imitando; / cuyas ovejas al cantar sabroso / estaban muy atentas, los amores, / de pacer olvidadas, escuchando. No comentaré más, tan sólo que me estremecí con la canción segunda y la releí no sé las veces. Probad —quiero decir, leedla— y decidme.
Confieso que desconocía la obra de Joan Margarit, premio Cervantes 2019. Dudo mucho, tal como están las cosas, que se abra el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares el próximo 23 de abril para que reciba el premio. Pero eso en la vida de un escritor de su talla es pura anécdota. He manejado dos libros de Margarit: Aguafuertes (Editorial Renacimiento, 1998) y Arquitecturas de la memoria (Editorial Cátedra, 2006). Ambas son ediciones bilingües catalán/español. El traductor al español de Aguafuertes es el propio Margarit y el de Arquitecturas de la memoria creo que también, pero no estoy seguro cien por cien de que lo sea de todos los poemas, y no sé por qué no aclara este dato el editor. Arquitecturas de la memoria es una amplia antología de toda su obra, en la que interviene el propio Margarit, que, por cierto, es arquitecto de profesión, un arquitecto de altos vuelos.
En la poesía de Margarit, el lector se encuentra permanentemente con el yo, la biografía y la voz del poeta, en unión indisoluble. Es una poesía de tal calidad técnica, de forma y de contenido, con un dominio tan absoluto del verso libre (principalmente), de la cadencia y de la estructura del poema que el lector no puede más que admirarse. Margarit te amarra y no te suelta, tienes que desprenderte de él pegando un tirón: Mañana seguiremos, Margarit, tengo otras obligaciones en mi vida.
El bilingüismo de las ediciones es fundamental, más de lo que parece, puesto que Margarit es el traductor al castellano de su obra poética en catalán. En una entrevista dice que escribe la poesía en su lengua materna, el catalán, pero que, al hacer la traducción al castellano, que también es su lengua, no lo hace de modo literal, sino que recrea el poema, lo reescribe, lo vuelve a construir. Cada poema es una joya, tanto en catalán como en castellano. A veces, el poema es superior en castellano, a veces en catalán, pero nunca defrauda. ¿Pienso que se merece el premio Cervantes? Rotundamente sí. Si sólo consideráramos la versión en castellano, no habría ninguna duda, pero el mérito de Margarit consiste además en esa tarea de puente entre dos lenguas hermanas, que conviven en armonía en el alma de un mismo poeta.
Termino diciendo algo de Claudio Rodríguez. Por las mañanas, mientras tomo el café y la magdalena —las magdalenas no son una exclusiva de Proust—, leo poesía, unos cuantos poemas en susurros, como salmodiando, y me hace mucho bien. En estos días estoy con Alianza y condena: es una relectura. La primera vez que leí a Claudio estábamos en el siglo XX. Como no recuerdo mucho de la obra, parece que la estoy descubriendo por primera vez. Pero de Claudio hablaremos otro día.

Carlos Cuadrado Gómez




domingo, 2 de febrero de 2020

EL POTAJE DE ESOPO 12

EL POTAJE DE ESOPO 12

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Deambulación décima
De rabiosa actualidad


Hacía mucho tiempo que la escuela no estaba tan de rabiosa actualidad en el mundo de la bronca política —considero más ajustado a lo que vemos a diario el término bronca que el término debate— y de los medios de comunicación de masas. Nuestra actual actualidad es muy rabiosa, y en el fango de la rabia han metido a la escuela.
Me sabe mal perder el tiempo en debates artificiales y estériles, ¡con todo lo que tenemos que hacer!, pero considero que algo hay que decir, que la voz de los que trabajamos en la educación también debe oírse.
La última ocurrencia es lo que algunos llaman pin parental y otros, veto parental. Sería algo parecido a la autorización que pedimos a las familias para las actividades que suponen un coste económico adicional y/o tener que abandonar el recinto escolar, pero extensible a otro tipo de actividades contrarias a la ideología de parte del arco parlamentario y sus votantes.
El típico ejemplo de actividad complementaria para el que se pide autorización sería la salida al teatro, al zoo o al museo del Prado. Actividades complementarias también son la educación vial que imparte la policía local o las campañas de alimentación sana de la administración local o autonómica.
Por lo visto, en estos ejemplos no hay problema. El problema aparece cuando en un instituto de secundaria algún experto es invitado a dar una charla de educación sexual o de concienciación de la violencia de género en horario escolar.
Estoy seguro de que las familias de los alumnos de secundaria son puntualmente informadas de estas actividades. En los centros escolares públicos no hay actividades secretas, todas las actividades que se realizan en horario lectivo son “públicas”: se han diseñado por el profesorado y están incluidas en la Programación General Anual (PGA), un documento que “pasa” a comienzo de curso por el claustro de profesores y por el consejo escolar, donde las familias (padres/madres) tienen sus representantes elegidos democráticamente. Por el consejo escolar también “pasan” las actividades extraescolares, que son las que se realizan fuera del horario lectivo. Tanto las actividades complementarias como las extraescolares tienen que ser aprobadas por estos órganos colegiados de gobierno. Por lo tanto, no son improvisaciones que se cuelan de tapadillo, no son imposiciones de no sé qué mentes perversas que dan mil vueltas para corromper a la juventud, como sugieren quienes insisten en ese pin o veto parental para evitar, según ellos, males irreversibles.
Ahí no queda la cosa. Cuando concluye el curso, el centro educativo tiene que elaborar una Memoria, donde se incluye la evaluación de estas actividades. En esa evaluación participan los órganos de gobierno mencionados: el claustro y el consejo escolar. Todo es perfectible —la condición humana es perfectible— y, si algo no ha funcionado bien, es fácil que en la PGA del curso siguiente se elimine o se modifique en los aspectos que sean mejorables.
Ambos documentos, PGA y Memoria, se remiten al servicio de inspección educativa, que los revisa, sugiere cambios y emite un informe.
No sé si la ciudadanía que ve los telediarios conoce esta información. Es lamentable que entre los políticos y periodistas no se mencione lo que acabo de decir, lo cual demuestra su triste ignorancia sobre la educación de nuestro país, empezando por la legislación más básica.
Todo niño, adolescente o joven es un ciudadano con pleno derecho a la educación, con independencia de la “calidad, ralea o pelaje” de su familia. Porque tus padres sean unos “bellacos”, tú no estás condenado a recibir una educación de menos calidad cuando entras por la puerta de tu colegio o de tu instituto. Por supuesto que los padres son ineludiblemente responsables de sus hijos, son los “más altos responsables” de sus hijos, pero no son sus propietarios: un hijo no es un armario, ni una moto, ni un pantalón. El niño es un ciudadano que tiene derechos, plenos derechos, sea cual sea su origen social. Y el conjunto de la sociedad, a través de sus funcionarios, tiene la obligación de garantizar los derechos de ese ciudadano. ¿Realmente nos creemos que en democracia todos somos ciudadanos iguales en derechos y oportunidades?
La PGA se elabora, de acuerdo con las leyes vigentes, para garantizar el derecho de los alumnos a la educación. Por lo tanto, no sé qué autorización “extra”, qué permiso parental explícito, se necesita para que el profesorado haga su trabajo. No podemos condenar a un alumno a no realizar una determinada actividad aprobada en la PGA porque a su familia —por un motivo ideológico determinado, por dejadez o por ignorancia— no le dé la gana. Así de claro.
Iría más lejos. Como decía al principio, pedimos un permiso explícito cada vez que realizamos una actividad complementaria fuera del centro. Si sacamos a los alumnos del recinto escolar, tenemos que tener una autorización firmada, y también si la actividad tiene un costo económico adicional. Por ejemplo, vamos al teatro en autobús y la salida cuesta cinco o diez euros: necesito la autorización y el importe. En mi opinión, esas actividades deberían ser gratuitas y obligatorias: se organizan para el bien formativo de los alumnos, no son un pasatiempo. Si mañana voy a una sesión de ciencia a un planetario, ¿por qué tiene que autorizarme una familia para que determinado alumno, su hijo, asista? ¿Es que alguien tiene que autorizarme a enseñar la división por dos cifras? ¿Igualmente no tiene derecho ese niño-ciudadano a recibir una formación científica de calidad cuando vamos al planetario? Y en el mismo plano estarían un taller de igualdad, de bullying, de educación sexual o de violencia de género en un instituto de secundaria. Quienes conocen desde dentro ese tramo educativo saben que son contenidos que hay que abordar en la sociedad en que vivimos.
No voy a comentar todas las boutades que los políticos dicen ante un micrófono, pero ellos aseguran que confían en el maestro funcionario en todo lo que hace y dice en directo; sin embargo, si programa una actividad con un experto en determinada materia, la confianza se pierde, porque, por lo visto, siempre se selecciona mal al experto, que, según dan a entender algunos, siempre es un corruptor de menores o un adoctrinador si se trata de las cuestiones que menciono más arriba.
Todavía doy un paso más. En la actualidad, cuando un alumno, por las dificultades de aprendizaje que tiene, precisa una evaluación psicopedagógica del equipo de orientación del centro (EOEP), dicho estudio no se puede realizar sin autorización de la familia. ¿Por qué? Si el alumno lo necesita, ¿está condenado a depender de que su familia quiera o no quiera? Cuando la gente va al médico, ¿le dice al médico el diagnóstico y el tratamiento que lo curará? Estamos hartos de ver el perjuicio que padecen muchos alumnos nuestros porque sus familias no nos dejan trabajar con ellos profesionalmente bien. ¡Esos alumnos tienen derecho, no lo olvidemos!
Tenemos en la escuela pública familias de todo tipo, y no todas son una balsa familiar, un remanso de equilibro emocional o un nicho de alta cultura.
Esto del pin o veto parental, tal como se está planteando, con el argumento de la libertad de enseñanza mal empleadoes un modo gratuito de poner palos en las ruedas a los profesionales de la enseñanza pública. En el campo de la educación tenemos otros problemas técnicos y de financiación que no se abordan, porque son complicados y requieren conocimiento, tiempo y ganas. Pero nadie quiere meterse en esos charcos, los charcos de verdad, y, lamentablemente, la enseñanza pública languidece sin remedio.
Seguiremos en la brecha en esta realidad rabiosa que nos toca vivir, no nos queda otra.
Carlos Cuadrado Gómez