miércoles, 16 de diciembre de 2020

La hora de Lucrecio

 EL POTAJE DE ESOPO 16


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Deambulación décima cuarta
La hora de Lucrecio

Todos los días dedico una hora a mi querido Lucrecio. La hora de Lucrecio es de los mejores momentos de la jornada, que habitualmente no es pródiga en situaciones agradables. La emoción de esa hora, la expectación de que llegue —es por la tarde/noche—, me ayuda a pasar el resto del día. Y saber que al día siguiente habrá hora lucreciana es un plus de armonía para mi alma inestable.

La empresa en la que estoy metido no es menor para un lector gris como yo, al que se le escapa la vida sin completar cuatro lecturas básicas. Para mí, el lector gris, esta es una empresa mayor, y me hace mucha ilusión estar embarcado en ella.

Estoy leyendo una edición bilingüe latín/español de De rerum natura, de la editorial Acantilado.

La presentación de Stephen Greenblatt es excelente, como lo es la introducción de Eduardo Valentí Fiol, que es el traductor del texto latino. Mal que me pese, a través de Google he conseguido algunos datos de estos estudiosos, gracias a los cuales accedo a Lucrecio con ciertas garantías. Stephen Greenblatt es un profesor de historia de la literatura de Harvard, uno de los fundadores del Nuevo Historicismo. Su presentación la traduce del inglés al castellano José Manuel Álvarez-Flórez, un traductor profesional de los de toda la vida, que ha traducido, entre otros, a William Faulkner, lo cual es una inmejorable carta de presentación.

Eduardo Valentí Fiol falleció en 1971, con 61 años y muchos libros buenos a sus espaldas. Fue un brillante catedrático de filología clásica —para traducir a Lucrecio hay que “saber latín”— y un traductor valiente de autores imprescindibles de las letras occidentales: Julio César, Séneca, Cicerón y nuestro Lucrecio. Hace casi medio siglo que murió don Eduardo, por lo tanto, la traducción de Acantilado tiene como mínimo 50 años. Si se ha hecho alguna traducción posterior a esta, lo ignoro por completo.

He llegado a esta edición del poema latino gracias a mi amigo Guillermo M. Schrem, autor de novelas policíacas, de relatos de viajes y de libros de piratas. Como hombre del Renacimiento que es, Guillermo también es actor de teatro y de cortos de cine, y es un extraordinario lector, uno de esos que leen de todo, disfrutan de todo y se acuerdan de todo. En nuestro último encuentro, tomando un café en un bareto de nuestro barrio, le comenté que llevaba tiempo tras una edición bilingüe de De rerum natura.

—¡Hombre, acabo de comprar una!

—No es posible, Guillermo, me he vuelto loco buscándola en internet, incluso en foros de libros de segunda mano.

—Pues acaba de reeditarla Acantilado. Se la he comprado en Punto y coma a Fernando. Pídesela a él.

Efectivamente, nuestro librero habitual, Fernando, me la ha conseguido. Cuando tuve el libro en mis manos, pude respirar tranquilo.

De rerum natura es un largo poema, a la altura de espíritus aventureros, cuya lectura es una carrera de fondo de muchos días, más bien de muchos meses. Mi método de lectura para este tipo de obras es fijarme un tiempo diario, sesenta minutos aproximadamente, en los que leo tiradas de versos siguiendo la separación temática que hace el traductor. Puedo comenzar por el texto latino y pasar a la traducción, o comenzar por la traducción y seguir por el texto latino. Si consigo que los ojos me respondan, a veces voy leyendo simultáneamente ambos textos. La principal dificultad radica en que el texto de Lucrecio está en verso y la traducción, en prosa. Con un bolígrafo rojo voy marcando los puntos y aparte para no perderme. Si no me entero bien, releo texto original y traducción las veces que haga falta. Como se puede comprender, dado que no tengo un dominio aceptable del latín, la lectura de este libro se me puede dilatar muchísimo en el tiempo. Pero no me importa, Lucrecio es un buen amigo de letras, con el que cuanto más tiempo pase mejor.

Traducir poesía es una labor complicadísima. Por eso, considero que el mejor modo de leer poesía de una lengua que no se domina es la edición bilingüe. Evidentemente, hacen falta unos conocimientos mínimos de la lengua del autor para poder simultanear ambas lecturas, porque la intención es leer la poesía en la lengua original sin excesivas penurias. La poesía no es sólo una sucesión de conceptos, también es cómo se expresan, la musicalidad de la lengua, la selección de léxico, los recursos retóricos que se emplean. Y la experiencia de todo eso en una traducción es imposible. Personalmente necesito ediciones bilingües para la poesía latina, portuguesa, italiana o inglesa. Eso quiere decir que son lenguas en las que me manejo algo, aunque sea como gato panza arriba. Sin embargo, las poesías alemana o japonesa, me da igual leerlas en edición bilingüe o en edición traducida: las desconozco por completo y sólo leo el texto traducido.

El inconveniente de las traducciones, aparte de lo que inevitablemente se pierde en el camino, se acentúa cuando el traductor se siente poeta y quiere hacer poesía en la lengua de llegada. Inevitablemente interpreta al autor, y la suya es la interpretación de un lector, una de las infinitas interpretaciones que tiene un libro: una por cada lector y por cada momento de lectura, pues en un mismo lector caben diferentes lecturas a lo largo del tiempo. Cuando el traductor se siente “muy poeta” —cosa que ocurre con demasiada frecuencia—, la traición ineluctable que hay en toda traducción se multiplica exponencialmente, y el lector no sabe bien a quién lee. En ese caso, el texto traducido puede ser de una incuestionable calidad, pero no es fiel al poeta original. Por eso, en las ediciones bilingües soy partidario de traducciones literales, aunque puedan parecer sosas. ¡Que sea el lector quien le ponga la chispa a la traducción! De hecho, es bastante corriente que el lector, con ambos textos delante, vaya corrigiendo al traductor, porque, igualmente, hay tantas traducciones como traductores se pongan manos a la obra.

La traducción que hace Eduardo Valentí Fiol de la obra de Lucrecio es esplendida, sin duda, pero tiene dos inconvenientes: en primer lugar, Lucrecio escribe en verso y don Eduardo traduce en prosa; y, en segundo lugar, don Eduardo se toma muchas libertades en la traducción, quiere hacer un texto en buen castellano y se extiende en largos sintagmas preposicionales que podrían sintetizarse en una o dos palabras. No digo yo que don Eduardo respete como un devoto el hipérbaton latino, pero podría ser un poco más “literal”, pues la lengua española se lo permite. Y no debería abusar de los sinónimos, especialmente en lo referente a los conectores textuales: si Lucrecio se repite, que se repita el traductor. Habría que respetar esas reiteraciones de Lucrecio, ser más fiel a su latín. Todo esto no es óbice para que reconozca la calidad de don Eduardo como latinista y la ayuda inestimable de su traducción. Comprendo que uno traduce en la lengua que habla durante el proceso de traducción, y, puesto que la lengua es evolución pura y dura, el castellano de ahora es algo diferente al de los años 70 en lo relativo a los gustos sintácticos de los hablantes. Hoy en día preferimos la frase corta y directa frente a los periodos amplios que estaban de moda en los años 70.

En un intento de dar con una traducción “mejor”, he acudido a la edición de Círculo de Lectores (Barcelona, 1998), pero ¡es la de don Eduardo! Mi gozo en un pozo. Pasarse de listo suele dar poco fruto.

Quiero expresar otras pegas a la introducción que hace don Eduardo a De rerum natura. Echo de menos algún comentario sobre la versificación de la obra, escrita en maravillosos hexámetros. Y quisiera que nos expusiera los criterios que ha seguido para la trascripción del texto latino (ortografía) y para la traducción. La introducción es muy buena, pero estos datos filológicos o técnicos deberían aparecer. A nadie hacen mal y, si un lector menos tiquismiquis se los quiere saltar, puede hacerlo.

Mi primera sorpresa, leyendo las introducciones, ha sido toparme con San Jerónimo, que afirmaba que Lucrecio se suicidó por la perturbación mental que le causó un filtro amoroso (postea amatorio poculo), noticia que, a juicio de los expertos, el santo tomó prestada de Suetonio. ¿Leyó el traductor de la Vulgata la obra de Lucrecio? Cuando menos, tenía conocimiento de su existencia. También me llama la atención que Lucrecio muriera antes de los 44 años, ¡con esta magna obra escrita!, y que se relacionara con Cicerón, quien con bastante seguridad sí leyó De rerum natura.

El libro ha llegado a nosotros gracias al azar, si tenemos en cuenta los avatares de sus manuscritos en la Edad Antigua y en la Edad Media. De milagro no se ha perdido, y aquí sigue vivo y coleando.

Como queda dicho, mi hora de Lucrecio es vespertina o nocturna. Si me paso de la hora, es por no dejar a medias un párrafo. Tengo encima de la mesa un diccionario de latín, que consulto frecuentemente, sobre todo en los momentos en los que la traducción de don Eduardo no me convence. Poco a poco estoy regresando a la lengua latina que estudié en bachillerato y en la universidad, y confieso que es muy emocionante.

En el momento de escribir este artículo estoy en la página 121. Lucrecio se refiere a la naturaleza como natura creatrix, esto es, la naturaleza como creadora de las cosas. ¡Caray con Lucrecio! Lucrecio construye un poema didáctico-científico, en el que expone la teoría atomista de Epicuro, pero lo hace desde las tripas y el corazón, mente y cuerpo en sintonía, y nos asalta a cada paso con sorpresas científicas en simbiosis con la poesía. En De rerum natura el lenguaje poético es el soporte o herramienta para comprender la ciencia: es en sí mismo un método de conocimiento. Una genialidad de Lucrecio. Para mí, que sólo leo ciencia de divulgación, Lucrecio es faro y ejemplo, porque la ciencia me emociona e influye en cómo entiendo yo la vida, el universo, la metafísica y, en definitiva, a mí mismo. La separación de lo racional y lo emocional es artificial, porque ambos elementos son inseparables en el individuo que busca eso nebuloso y seductor que llamamos verdad.

Los griegos eran excelentes maestros de la deducción, es innegable, y, tanto si son ideas de Epicuro como si son ideas de Epicuro interpretadas por Lucrecio, lo que se expone en De rerum natura es de rabiosa actualidad. En el mundo de la física teórica, los problemas que se tienen entre manos son los mismos que se planteaban Epicuro y Lucrecio: la estructura de la materia (física cuántica) y la creación o no creación del universo (física cósmica). ¿Sigue siendo el Big Bang una teoría sólida? ¿No va tomando cada vez más fuerza la teoría del Big Bounce? ¿Cómo armonizar ambas físicas?

Según Epicuro o Lucrecio, si la propia naturaleza es la creadora de las cosas, nada nace de la nada y nada vuelve a la nada; y los elementos básicos del universo son la materia y el vacío. A partir de ahí, se deducen a lo largo del poema otros principios y se sacan muchas consecuencias. No estaban tan descaminados aquellos sabios de la antigüedad. No hay, según ellos, ninguna voluntad creadora, la naturaleza simplemente es, el ser simplemente es. La naturaleza obra libre y espontáneamente, sin la participación de ninguna divinidad.

Con algo de angustia me pregunto qué pinta en todo esto el tiempo. ¿Qué podremos decir del tiempo, ese siniestro devorador de primaveras? Espero que Lucrecio me aporte alguna luz o, al menos, algún alivio. Veremos.

De la mano de Lucrecio, de sus hexámetros, iré caminando por estas ideas y modelos teóricos en los meses venideros, sin prisa pero sin pausa.

Poesía y ciencia, maravilloso binomio. La empresa es atractiva y apasionante: día a día, hora a hora, verso a verso. Estoy en la entrada del poema, ¿cuándo veré la salida? ¿Y cómo seré yo en la salida?

 

Carlos Cuadrado Gómez

Leganés, 15 de diciembre de 2020