viernes, 22 de mayo de 2020

En defensa de Proust

EL POTAJE DE ESOPO 14

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Deambulación duodécima
Sobre libros (IV)
En defensa de Proust
Confirmo a quienes leyeron El potaje de Esopo 13 que Albertina abandona a Marcel antes de que concluya La prisonnière (Marcel Proust, À la recherche du temps perdu). No me extraña, creo que hace bien, porque Marcel es un pesado y un celoso patológico: «Chica, deja a este elemento. Es muy educado, pero un posesivo y un desequilibrado. Sé libre». He continuado leyendo la siguiente novela, la sexta de la saga: Albertine disparue. El título es consecuente con el suceso de la muerte de Albertina, que muere en un accidente de caballo; desparece literalmente de escena: galopando a sus anchas por el campo se estrella contra un árbol y se mata. Si hubiera hecho caso a las insinuaciones de Marcel, que nunca habla ni escribe claro sobre lo que siente y quiere, Albertina habría vuelto del campo a París y no habría muerto. Pero el hecho es que muere y Marcel se retuerce, en su mente sinuosa, de dolor. Ahora estoy en las páginas en las que el personaje se sumerge en una vorágine de sufrimiento interno que no la querría yo para mí.
Lo prodigioso de Proust es que sea capaz de escribir una novela entera sólo hablando de sí mismo y de lo que sucede en su cabeza. La primera parte de esta novela la copa la situación psíquica de Marcel después de morir Albertina: lo que recuerda de ella, sus celos retroactivos, lo que quisiera saber de su pasado. La causa mayor de la celotipia de Marcel es el lesbianismo activo de Albertina, que es bisexual, mientras mantenía relaciones con él. En su delirio celotípico, Marcel envía a un amigo a Balbec, la ciudad donde pasaban las vacaciones, para que recabar información sobre el lesbianismo de Albertina. El amigo le confirma todas sus sospechas con pelos y señales, y Marcel sufre como un perro: le está bien empleado.
Proust es un escritor que se atreve a tratar sin tapujos, con claridad, sin grosería, la homosexualidad masculina y femenina de su tiempo, lo cual es meritorio si pensamos que las siete novelas de À la recherche du temps perdu se publican entre 1913 y 1927. Tengo la sensación de que Proust escribe mejor a medida que avanza su obra: emplea un francés maravilloso y cautivador, que es un instrumento eficaz en sus manos para narrar y expresar cuanto quiere.
Leo la novela en un volumen que contiene las siete novelas en 2400 páginas, a cual mejor. Lo compré el 15 de julio de 2009, en un viaje que hicimos a Paris. Me dio mucha paz tenerlo en mi estantería: «Ahí estás, amigo, conmigo para siempre». Ese volumen era una deuda que tenía con Proust, que me acompaña en la vida desde los diecinueve años, cuando estudiaba literatura francesa en la carrera de Magisterio.
Es tal la calidad literaria de Proust que me escandalizó un comentario sobre él de Mario Vargas Llosa el pasado 19 de abril, en un artículo publicado en El País: “En favor de Pérez Galdós”.
En dicho artículo, defendiendo la figura de Benito Pérez Galdós y, de paso, la de Javier Cercas —aunque Cercas aparece en el artículo por decir no sé cuándo que no le gusta la prosa de Galdós—, don Mario dice textualmente: «A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones, me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad del su autor, su mundo pequeño y egoísta, y, sobre todo, aquellas paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí tanto me gustan) […], hubiera desaconsejado su publicación».
Sinceramente, no me esperaba esto de don Mario, al que con razón tengo por un escritor grande. He leído toda su obra publicada, fundamentalmente novela y ensayo, y nunca me ha disgustado. Hay dos novelas suyas incuestionables: Conversación en la Catedral y La guerra del fin del mundo; las recomiendo sin tapujos. Por eso me extraña que no disfrute con la alta literatura de Proust y sí lo haga con la escritura menor de Galdós y de Cercas. Proust es un escritor capital de la historia de la literatura, de los poquitos que marcan un antes y un después, de los que suponen un cambio de época. ¿Tampoco le gusta a don Mario Virginia Woolf? ¿Y Valle-Inclán?
Cuando leo a Proust, me cuesta cada página —de acuerdo, don Mario, Proust requiere esfuerzo y tesón—, pero es inevitable la emoción y la admiración, que no cesan ni decaen en ningún momento. Una vez que te enganchas a la página, cuesta separarse de ella. À la recherche du temps perdu es una obra que hay que conquistar, que te afina el gusto, que te hace lector de verdad. Leer a Proust es una aventura en toda regla.
Pasemos a Benito Pérez Galdós. Como a Cercas, a mí no me gusta su prosa. En mi opinión, Galdós escribe por escribir, es muy hábil para llenar páginas y páginas, al peso, pero me aburre. Para poder escribir mucho, sin tregua y que sea bueno, al modo de Las mil y una noches, hay que ser un escritor muy especial, y eso no está al alcance de cualquiera. Esos pocos elegidos conectan con sus contemporáneos, pero, cuando pasa el tiempo, es fácil que acaben en el olvido. En ese tipo de escritores incluiría, entre otros, al Inca Garcilaso de la Vega (cronista del Siglo de Oro), al mismo Proust (sin duda), a Josep Pla y a César Aira, que es argentino y está en activo (tiene ahora 71 años). Pienso que Galdós no está en este grupo de escritores, aunque escriba mucho.
Don Mario afirma en su artículo que Galdós no era un genio —ahí coincidimos—, “pero fue el mejor escritor español del siglo XIX y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua”. Que yo sepa, nuestro primer escritor profesional fue Lope de Vega: el teatro del Siglo de Oro se nutrió, entre otras, de los centenares de comedias que salieron del taller de Lope de Vega; el teatro era lo que literariamente daba dinero en el siglo XVII y Lope de Vega vivía principalmente de parir comedias de gran calidad. Es muy posible que algunas se elaboraran en equipo, como sucedía en los talleres de los pintores con los cuadros. Esa dedicación a la literatura de Lope, que le permitía vivir de ella, fue una indudable dedicación profesional, no un simple pasatiempo o afición.
En mi modesto entender, Galdós no es el mejor escritor del siglo XIX. Nuestro siglo XIX lo salva una novela extraordinaria: La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín. Si no existiera El Quijote, hablaríamos de La Regenta a toda hora. Es de los pocos libros que me han disparado las pulsaciones, hasta el punto de abandonarlo temporalmente. Recuerdo que, siendo estudiante de Magisterio, una noche, en la cama, me dieron las dos de la madrugada con La Regenta en las manos y sobreexcitado. Cuando llegué al pasaje en el que Quintanar ve a don Álvaro salir de su casa saltando la tapia, tuve que cerrar el libro. Y no lo continué hasta pasados cinco días. Pues bien, un libro tan genial no lo puede escribir un chanclas, sino un buen escritor. Clarín es contemporáneo de Galdós; pensemos que La Regenta se publica entre 1884 y 1885 y Fortunata y Jacinta en 1887.
En esos mismos años también se publican Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887), de doña Emilia Pardo Bazán, que para mí es el mejor escritor de nuestro realismo y de nuestro siglo XIX, a años luz de Galdós (Galdós fue amante de doña Emilia durante un tiempo). Su obra, como conjunto, me parece mejor que la de Clarín, aunque Clarín escribiera La Regenta. La primera página de La madre naturaleza es uno de los mejores comienzos de novela que he leído, y simplemente llueve.
Si don Mario afirma que don Benito era buena persona, que “su talento estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble”, así sería, no se lo discuto, no tengo argumentos en contra, pues no conozco a fondo la biografía de don Benito. Si don Benito fue buena persona, me alegro, pues la bondad mejora este mundo.
Y por fin llegamos a Javier Cercas. Don Mario, feliz de conocerse a sí mismo, todavía saborea las mieles de la vanidad: se recrea cuando piensa que él mencionó Soldados de Salamina en un artículo de 2001 y la novela se convirtió en un best seller. Perdóneseme la maldad: la practico de vez en cuando, o simplemente me sale, porque creo que sin maldad no se escribe buena prosa. Lo cual no quiere decir que siendo malo uno escriba bien, pero no se puede escribir bien sin cierta dosis de maldad. Hago esta gimnasia por si acaso.
A veces don Mario, con tal de ser amable y quedar bien, no sabe qué hacer. Sobre Javier Cercas dice don Mario: “Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan oscuro”.
Tenía en la memoria el impreciso recuerdo de haber leído algún artículo de Cercas, y de que me había parecido simplón. Pero tengo la costumbre de no opinar de ningún autor o libro sin haberlo leído. Por lo tanto, me he “volcado” en las recomendaciones de don Mario, empezando por Anatomía de un instante (2009) y continuando por Soldados de Salamina (2001). En espera está El impostor (2014): he leído dos páginas y lo he dejado para más adelante, porque estaba un poco saturado de Cercas y conviene tomar un poco de distancia antes de abordar la obra. Lo leeré de cabo a rabo por motivos de estudio, aunque con la lejana esperanza de gozar con él, visto lo visto y leído lo leído.
Por mucho que se empeñe Cercas, en un largo prólogo exculpatorio dirigido a sus colegas de escritura, Anatomía de un instante no es una novela. El prólogo es una excusatio o captatio benevolentiae que aburre y sobra. El libro es un reportaje periodístico de la toma y secuestro del Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981 por Antonio Tejero Molina, teniente coronel de la Guardia Civil, mientras se dirimía la dimisión de Adolfo Suárez como presidente de Gobierno y estaba a las puertas la votación de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo. Cercas expone la información que él ha recabado sobre los precedentes, los personajes, el suceso mismo en aquellas horas humillantes, el desenlace. En todo momento, Cercas no se sale del rol de periodista que ve las cosas desde fuera, y lo hace desde su particular punto de vista, desde la hermenéutica de su tribu de opinión, la del entorno de la Cadena Ser (radio).
La prosa del libro me parece floja, tediosa, con alguna metáfora forzada, metida con calzador. Parece que uno lee apuntes de universidad, escritos en fragmentos mal insertados entre sí. Creo que el libro está poco corregido, que muchas frases y párrafos son mejorables. En los reportajes periodísticos no se afina, por la premura de la entrega del texto, tanto como en la novela. Sin embargo, Noticia de un secuestro de García Márquez es una crónica periodística que no tiene nada que envidiar en su estructura y en su escritura a las mejores novelas del colombiano. Y una crónica periodística es Madrid. El advenimiento de la República, de Josep Pla, quien, siendo un joven periodista, es enviado al Madrid de 1931 por el periódico barcelonés La Veu de Catalunya para que cuente lo que pasa. ¡Y qué bien lo cuenta sin salirse del estilo periodístico! Con seguridad Cercas ha leído ambas obras, pero no ha aprendido de ellas. Cercas cae frecuentemente en comentarios ingeniosillos, pero poco profundos. En otras manos, Anatomía de un instante —el título es bueno— hubiera sido el gran libro que nos falta sobre la Transición (del franquismo a la actual democracia). Tendrá que venir un inglés a escribirlo, como es habitual.
De todas formas, he leído Anatomía de un instante con sumo interés, porque me ha hecho recordar un acontecimiento que me llegó cuando era estudiante de 3.º de BUP, y cuyo significado aquel adolescente, como es lógico, no supo ver. De paso, he reflexionado sobre España, nuestra historia pasada y reciente, qué y quiénes somos, por qué funcionamos como funcionamos. La crisis del coronavirus ha sido el excipiente que ha sacado a la luz o al aire nuestros peores sabores.
El argumento de Soldados de Salamina gira en torno al fusilamiento fallido de Rafael Sánchez Mazas en el final de la Guerra Civil del 36. Sánchez Mazas es uno de los fundadores, junto con José Antonio Primo de Rivera, de la Falange Española, y es el padre de Rafael Sánchez Ferlosio, autor de El Jarama.
La prosa no es mejor que en Anatomía de un instante. Ciertamente Cercas escribió antes Soldados de Salamina, pero a veces el ser humano empeora con el tiempo y podría ser que Soldados de Salamina fuera una novela aceptable. No es el caso.
El libro también es insulso, ni el título tiene gracia. Menos mal que en esta ocasión Cercas no se empeña en que escribe una novela, sino un “relato real”. Ahí creo que acierta, y me gusta esa categorización de género textual. Ignoro si el término es suyo.
El tiempo se le va a Cercas en contarnos sus idas y venidas para recabar información de unos y de otros sobre el asunto, en hablar de una novia que se ha echado que “no lleva bragas” —no nos interesa el dato ni viene a cuento en el conjunto de la obra—, en decir que sus compañeros de periódico le miran mal y le critican porque escribe novelas. En pocas páginas, ventila lo único interesante del libro, el relato novelado del fusilamiento fallido, donde, todo hay que decirlo, hay cierta calidad literaria.
Sé que hay película de este libro, pero no la he visto y, de momento, no me urge verla.
Probablemente, por estos comentarios puedo ganarme algún enemigo literariamente hablando, porque Cercas tiene seguidores incondicionales que no estarán de acuerdo conmigo. También es posible que gane algún amigo, algún lector que, como yo, después de leer estos libros haya pensado que la cosa no era para tanto, que Cercas está sobrevalorado.
Para concluir, le diría a don Mario que, si estos libros y su autor es lo mejor que tenemos ahora, apaga y vámonos. Y, hombre, no me lo compares con Proust, al que defiendo con uñas y dientes, como no puede ser de otra manera. Otra cosa es que no lo recomiende como lectura universal. A cada cual le llega Proust cuando le llega, y conviene que, como El Quijote, no se lea antes de tiempo para evitar atragantamientos.


Carlos Cuadrado Gómez
Leganés, 22 de mayo de 2020