EL POTAJE DE ESOPO 4
Deambulación segunda
Santa Teresa, el pecado y los exámenes
Santa Teresa, el pecado y los exámenes
Para escribir
esta deambulación he sudado tinta china. Todo ha partido de una intuición, fruto de
la mezcla de lecturas, sensaciones y pensamientos: una mezcla potajosa o
potajuda, nunca mejor dicho, y perdón por el neologismo macarrónico.
El pasado
jueves por la tarde fui al Museo del Prado. Vi una exposición extraordinaria de
Mariano Fortuny. El carnet de maestro me permite el acceso gratuito al museo. Por cierto, la entrada general asciende a quince euros, un buen argumento para darse media
vuelta y no entrar, aunque luego la gente se gaste los dineros en bagatelas inútiles
o en vicios. La exposición me encantó. Antes de abandonar el museo, me acerqué
a ver Las Meninas, El Cristo y El Esopo de Velázquez. Nunca me niego ese
gusto, caigo en la tentación sin remordimientos. Luego merendé con tres amigos
maestros. Les expuse mi argumento delante de un bocadillo de calamares. Les
pareció bien, pero con matices. Su adhesión fue crítica y con condiciones. Sus
aportaciones han mejorado mi argumento, que estaba un poco en pañales cuando se
lo conté. De todas formas, asumo por completo mi responsabilidad en lo que más
adelante diré.
Recientemente
he leído el Libro de las Fundaciones de Santa Teresa de Jesús. El libro
es muy interesante. Con tanto viaje, sinceramente no sé cuándo rezaba la santa.
El libro es un continuo ir y venir de la pesadumbre al gozo en Teresa de Jesús,
que nunca está satisfecha de sí misma. Tiene escrúpulos por casi todo lo que
hace, dice o piensa. ¿Es que esta buena mujer, según ella misma, nunca hacía nada bien? Hay un sentimiento
de pecado, de error, de fallo consciente o inconsciente que empaña sus
aciertos, que son muchos. Yo le diría: «Hija, ¿se puede saber qué haces mal?». El
sentimiento de pecado católico —no conozco el sentimiento de pecado luterano o
calvinista— empaña nuestra vida diaria, con independencia de que seamos
creyentes o no. No es un asunto religioso, sino cultural. Y somos culturalmente
católicos. Según ese sentimiento pecaminoso, es moralmente más excelente el
individuo que carga con escrúpulos de que algo hace mal, aunque no sepa qué,
que el individuo que vive la vida alegremente y sin complejos (no hace falta
llegar a la vida loca de Ricky Martin, que ojalá). Parece que uno siempre debe algo, que, por mucho que se esfuerce, tiene un débito que nunca llega a
saldar y del que debe rendir cuentas. ¿A quién? A quien sea, eso da igual, pero
se deben rendir cuentas. En gran medida, los actos se hacen para rendir cuentas
y ser perdonados, no tienen un fin en sí mismos. Y si se goza mucho, ¡cuidado!,
se acumula mucha deuda.
Dejemos
de momento a la santa de Ávila, luego volveremos a ella.
Tengo
unas conocidas, que rondan los cincuenta o los sobrepasan cumplidamente, que
han comenzado a estudiar inglés en una academia que hay cerca de mi casa. Con
más o menos fortuna y mucho esfuerzo, van puntualmente los martes y jueves a
las ocho y media de la tarde, después de una dura jornada laboral, y hacen lo
que pueden. Algún día se notarán sus progresos en la lengua de Shakespeare, que
¡vaya negocio es para algunos! El caso es que, al acabar el trimestre pasado,
les hicieron unos exámenes para ver qué tal iban. La reacción de los siete
alumnos del grupo de adultos (serán los mayores de la academia, pero si
digo mayores, a lo mejor no les sienta bien) fue negativa. En algunos
individuos fue de miedo cerval o pánico. De los siete: tres directamente no
fueron el día del examen; uno se negó en rotundo a hacerlo (avisó de que no
iba, y no fue); otro se examinó porque se quiere sacar no sé qué título de
nivel, digamos el Oxford Level (me he inventado la denominación del título, qué
más da, esos títulos son otro sacacuartos), y quería ensayar o congraciarse con
los profesores de la academia; y sólo dos se presentaron porque sí, y de esos
dos una tuvo a la familia con la cabeza como un bombo con el dichoso examen (lo
digo con conocimiento de causa). ¿De dónde viene ese miedo irracional a los
exámenes en individuos adultos, a quienes la nota no cambiará un ápice su vida?
Pienso que el origen del miedo está en la niñez y, si el origen no está en la niñez,
estará en la adolescencia. En los años de escuela o de instituto de secundaria se
gesta esa angustia a ser examinado, que permanece latente mientras ningún
suceso fortuito la saca a la luz. Igual que en Proust la magdalena reconstruye
inesperadamente el edificio de la memoria sensitiva y afectiva, que son las más
profundas e intensas, una propuesta inocente de examen (a veces, con mencionar
la palabra es suficiente) puede levantar una tormenta de congoja. Íntimamente
asociado a ese miedo a los exámenes está el rechazo a la cultura, que se
percibe como un fastidio, como algo aburrido y examinable, como algo que hace
infeliz, por mucho prestigio social que tenga el individuo culto.
He necesitado
los escritos de Santa Teresa y el relato de este suceso reciente para que en mí
se haya producido en relación con los exámenes un fogonazo intelectual o visión,
insight dicen los ingleses y algunos progres que ignoran el
correspondiente término castellano. ¿Qué hacemos examinando a nuestros alumnos
a toda hora?
En el
sistema escolar actual es imposible sustraerse de los exámenes. Uno puede
intentar paliar en alguna medida los efectos del hecho de examinar y ser
examinado, pero es tal la presión social, interna y externa a la escuela, que salirse
de su estela es una utopía irrealizable.
En términos
generales, se estudia para aprobar y no para aprender. La acción didáctica gira
en torno a la nota del examen y hacia ella dirige sus pasos. El profesor va haciendo avisos
esporádicos: esto entra, no te descuides que el examen se acerca, esto tendrás
que explicarlo con estas palabras y no con otras, etc. Y la familia también
presiona al niño. Puede incluso amenazarlo con castigos si no vuelve a casa con
una notaza. Y tan nefastas son las amenazas de castigo como las promesas
de premio. Recuerda, hermoso: «Dios te ve, castiga a los malos y premia a los
buenos». ¿Nos extraña que los niños tengan ansiedad el día del examen? Los
exámenes son para muchos una pesadilla recurrente, porque al cabo de un curso
académico se harán cerca de cien exámenes. Y al curso siguiente lo mismo, y así
sucesivamente. En el mejor de los casos, la pesadilla termina cuando se abandonan para siempre las instituciones académicas.
Alrededor
de los exámenes hay una liturgia establecida por años de tradición. Puede incluir
madrugones el día del examen (un último repaso nos puede salvar la vida), y desayunos
especiales o la imposibilidad de desayunar a causa de los nervios. En el aula
se colocan las mesas para evitar el copieteo, se dan consignas muy
claras de cómo hacer esto o aquello, se leen o no se leen las preguntas, se
indica la hora de comienzo y de fin, etc., etc., etc. El conjunto de circunstancias
ambientales pone mal cuerpo al más pintado, sobre todo si no te sabes muy bien
las respuestas o eres una persona insegura. Claro, siempre hay gente para todo.
Los que sacan buenas notas pueden crecerse en esa situación. ¡Pero
pobres de ellos si algún día sacan una nota mala! Me pregunto qué tiene que ver
toda esta parafernalia con la cultura de verdad.
La
persona que permanentemente es examinada por los demás, forzosamente se examina
a sí misma, e intenta acomodar su conducta y sus sentimientos al canon que marca
el examinador, que es la sociedad en su conjunto, representada en las instituciones
más directas del niño, la familia y la escuela. El sentimiento de
insatisfacción, de que algo no se hace bien del todo, de que uno es culpablemente
imperfecto haga lo que haga, es el inevitable sentimiento que provoca esta situación de acoso
psicológico.
En edades
tempranas, este sentimiento se ancla en lo más profundo de nuestro ser y ahí
permanece para siempre. Poca gente lo supera. La propia palabra examen
es como el timbre del perro de Paulov, produce ella misma miedo sin necesidad
de una amenaza real.
En la moral
de nuestra cultura católica, el individuo siempre está empecatado (algo siempre
se hace mal, aunque sea de pensamiento o de sentimiento) y, por lo tanto, está necesitado de la gracia y el perdón divinos, o de quien sea, para limpiarse las
manchas de su alma incorregible. El sentimiento de culpa está omnipresente. El examen
de conciencia y la confesión de la falta alivian un poco el sentimiento de
culpa, pero nunca lo eliminan del todo. Para eso está el Juicio Final, que en
el trasmundo nos pondrá a cada uno en nuestro sitio.
En una
sociedad laicista, donde la gente acude cada día menos a las iglesias, la dinámica
católica del pecado, del perdón, de los escrúpulos por no hacer sido bueno del
todo (o no haber estudiado perfectamente la materia del examen) se mantiene en
las escuelas, y deja secuelas de por
vida en nuestros alumnos, que, cuando se liberan de la institución escolar, no
quieren saber nunca más de libros ni de otros rollos culturales. Nadie puede
sorprenderse de que amplios sectores de la sociedad aborrezcan la lectura o la
visita a un museo. En la institución escolar han aprendido a temerlos. El conocimiento,
que es una actividad apasionante y gozosa, ha estado ausente en sus años de
formación. Y no hablemos de los deberes tal como están planteados,
porque son el mejor complemento de los exámenes. También están orientados a que
el sujeto apruebe o saque buena nota. Pero eso queda para otro día.
Tenemos
difícil crear un clima amable en la institución escolar, donde el niño y el
adolescente vengan a aprender y no a aprobar, que no son la misma cosa, donde
no vengan a ser juzgados por lo que saben o por sus capacidades
intelectuales, que pueden ser mejores o peores. ¿Cómo se hace? No lo sé, porque
yo, como maestro, lo intento todos los días y no lo consigo. ¡Cuánta gente sale
por la puerta del colegio con la corazonada de ser tonto y, para más inri, sintiéndose culpable de ser tonto!
En fin,
que igual que Santa Teresa, el personal vive sin vivir en sí, con
escrúpulos, sentimiento de culpabilidad y ansiedad, aunque no lo digan o
parezca que les resbalan las cosas. Y así nos va.
Carlos Cuadrado Gómez
Bueno, Carlos, no te diría yo que vivo con sentimientos de culpabilidad o escrúpulos pero sí me estresa el pensar en hacer un examen y me produce ansiedad.
ResponderEliminarUn saludo
Querido Carlos:
ResponderEliminarComo te comenté en su día, no acabo de ver con claridad la relación entre los exámenes y la parafernalia que rodea al pecado en el sentido católico. Estamos de acuerdo en que, generalmente y por desgracia, se estudia para aprobar y no para aprender, pues en definitiva el alumno busca objetivos que poco tienen que ver con la cultura (salvo honrosas excepciones). A lo largo de mi vida estudiantil y profesional he podido padecer y observar la angustia que mencionas ante los exámenes, pero ni he sentido ni he estimulado esa sensación de juicio ni de reproche ante el fracaso; únicamente la posible decepción ante un objetivo no cumplido. Desde adolescente opté por la autoexigencia y después intenté trasladar esto a mis alumnos, con un éxito perfectamente descriptible. Sin embargo, nunca experimenté ni creé sentimientos de culpa. Tampoco soy consciente de que esas sensaciones existiesen en mi entorno colegial o profesional, aunque aquí no puedo asegurar nada tajantemente. Profundizar en estas cuestiones me llevaría mucho tiempo, por lo cual lo dejaré para hablarlo más adelante y en persona.
Un abrazo.
Ramón.
Buenos días Carlos
ResponderEliminarHe leído un par de veces tu entrada en el blog sobre “Santa Teresa, el pecado y los exámenes”. Es bueno. Y además me hace bien porque me obliga a salir de mi eterna pereza para escribir. Solo voy a señalar tres posibles perspectivas desde las que encarar la cuestión.
La primera es que entendemos por cultura. En el blog comentas que “En una sociedad laicista, donde la gente acude cada día menos a las iglesias, la dinámica católica del pecado, del perdón, de los escrúpulos por no hacer sido bueno del todo (o no haber estudiado perfectamente la materia del examen) se mantiene en las escuelas, y deja secuelas de por vida en nuestros alumnos, que, cuando se liberan de la institución escolar, no quieren saber nunca más de libros ni de otros rollos culturales. Nadie puede sorprenderse de que amplios sectores de la sociedad aborrezcan la lectura o la visita a un museo. En la institución escolar han aprendido a temerlos. El conocimiento, que es una actividad apasionante y gozosa, ha estado ausente en sus años de formación”.
Niego la mayor. La escuela no está diseñada para que los niños aprecien la cultura. La escuela surge a raíz de la Revolución Industrial y es necesaria una mano de obra que haya sido instruida para manejar la nueva maquinaria. En una sociedad medieval básicamente agraria, no eran necesarios más conocimientos para sobrevivir que los transmitidos de padres a hijos. Pero a partir del siglo XIX y especialmente en el XX, los conocimientos de los padres no sirven para que sus hijos encuentren un puesto de trabajo. Ese cambio ha sido especialmente brutal en las últimas décadas.
Por otro lado, al pasar de una sociedad estamental en el Medievo a una sociedad de clases en la edad contemporánea, la cultura se muestra como un instrumento para subir de estatus social. Desde esta perspectiva la cultura era útil, aunque no fuera necesariamente apasionante o gozosa. Nuestros padres nos insistían en que estudiáramos precisamente por eso. Intuían que nuestra posición en el mundo vendría dada por nuestros éxitos o fracasos en la escuela, instituto, universidad… Era la forma en que el hijo de un obrero podía tener un empleo digno.
Otros piensan que la escuela no servía para disminuir esas diferencias entre clases sociales sino para justificarlas. Teórica igualdad de oportunidades que en la práctica no es tan real. No es lo mismo nacer en Moncloa que en Fuenlabrada. No hay ingenieros entre los niños de las 3.000 de Sevilla. Y todos los gitanitos sueñan con ser Camarón. Y te aseguro que muchos gitanillos son muy listos. Pero la institución escolar va filtrando a los que mejor se adecúan a las exigencias del mundo laboral actual.
Yo niego la mayor y creo que la escuela no surge ni se mantiene para que los alumnos amen la cultura. Otra cosa es que lo que de puertas hacia dentro hacemos cada uno de los maestros. La mayor parte, y me incluyo entre ellos, ponemos una vela a dios y otra al diablo. Es decir, ni chicha ni limoná…
Los exámenes según creo, serían una pieza más del esquema. Al final, aunque no examináramos por escrito, alguna de evaluación nos exigiría el sistema porque uno de los objetivos no escritos de todo este invento es “clasificar” al personal para que unos sean técnicos superiores, otros curritos de a pie, otros los directivos y alguno que se pierda por el camino, pues repartidor de telepizza….
ResponderEliminarPero por otro lado está la cuestión de a qué llamamos cultura. Alguna vez he ido con mi padre al campo en Esquivias. Mi padre lee el campo; ve donde hay una cama de una liebre; lee las nubes y ve días antes cuando llegará una tormenta. Mi padre es capaz de ver donde hay que podar una oliva o una vid y también intuye cuando la naturaleza protesta. Yo camino a su lado y no veo nada, ni siento la humedad del aire, ni intuyo nada, ni escucho nada. Pero mi padre sí. Si nuestra economía se fuera al carajo del tirón, creo que mi padre podría sobrevivir. Pero yo no podría. No sé. No escucho. No veo.
Mi abuelo Gabriel era como mi padre pero más. Se hizo entera su casa (como toda la gente del pueblo) sin planos ni arquitectos, ni hormigón… Sanaba a sus mulas… Cuidaba las cepas… plantaba olivas, recogía los frutos… Sabía que le pasaba a una planta solo con el color de su hoja… No había Carrefour ni falta que le hacía.
Ni mi padre ni mi abuelo han leído un libro entero en su vida, pero creo que eran más sabios que yo… no sé…. Pertenecían a otro mundo. Para mí es placentero leer un buen libro. Para ellos un paseo por las tierras mirando las nubes. Distintos esquemas, distintas culturas…
Lo que está claro es que coincido en lo fundamental con tu planteamiento. Nuestra escuela es más una transmisora de datos que un lugar de encuentro para hacer un mundo un poco mejor. Lo que planteas es bonito: “… crear un clima amable en la institución escolar, donde el niño y el adolescente vengan a aprender y no a aprobar, que no son la misma cosa, donde no vengan a ser juzgados por lo que saben o por sus capacidades intelectuales…”
Es un buen puerto al que intentar llegar. Pero es remar a contracorriente y eso exige mucho esfuerzo. Y para una sociedad sin cielos ni infiernos… ¿Qué zanahoria puede hacer mover al mulo?
Gracias por lanzar la pelota al terreno de juego… cada uno que la juegue como quiera.
Un abrazo. Gabriel