EL POTAJE DE ESOPO 15
Deambulación décima tercera
En la brecha
En la brecha
Este blog es de educación y, a causa de
mis juegos y compromisos mentales, me veo obligado a decir algo sobre
educación en este periodo prolongado de confinamiento, del que parece que vamos
saliendo a tientas y que ha trastocado profundamente nuestra vida individual y
social, si no para siempre, sí temporalmente, sin que sepamos el punto final de
este periodo extraordinario de nuestra historia.
La escuela, sin paliativos, se ha visto
afectada por la pandemia. En unas semanas, hemos pasado de una escuela
presencial a una escuela online, un cambio realizado a toda velocidad y que ha
supuesto un extraordinario esfuerzo de adaptación para niños, profesores y
familias.
Con mayor o menor acierto, a tientas
casi siempre, la institución escolar no ha cerrado sus puertas —los bares sí
han cerrado, por una vez les hemos ganado en algo— y ha continuado funcionando
como tal institución de modo telemático, con más repercusión emocional o
afectiva que cultural, lo cual no es para nada negativo, todo lo contrario.
Los meses que van de marzo a junio han
sido tremendos y terribles en nuestra sociedad, y la escuela, que forma parte
de la sociedad, no se ha escapado del sufrimiento. Las consecuencias de todo
esto se irán viendo en los meses venideros.
Está mediado junio, las vacaciones se
tocan con la punta de los dedos y septiembre está a la vuelta de la esquina.
¿Qué pasará en septiembre? ¿Se abrirán los colegios? Si se abren, ¿en qué
condiciones? Estas son las preguntas del millón y pienso que, por mucho que
digan, nadie sabe la respuesta.
En relación con el hecho educativo, sólo
se me ocurren obviedades. Una obviedad tiene un marcado carácter individual: lo
que es obvio para uno no lo es para otro. Las obviedades se comunican a gente
cercana que comparte la misma sensibilidad de obviedad. En este terreno nos
moveremos hoy.
Mis obviedades las puede pensar
cualquiera y pecan de todo menos de originalidad. Estoy cansado de leer
artículos y ver vídeos de educación en los que el disertador luce su verborrea
pedagógica diciendo lo que vemos todos, pero que parece que sólo lo ve él, y
soltando una moralina para el futuro que, sinceramente, es estéril, no vale
para nada. ¡No tenemos ni idea de lo que pasará! Rellenen páginas o minutos de
cámara, ¡seguimos sin tener ni idea!
El mes pasado leí un artículo que me
llamó la atención: “La revolución de los copiones” (El País, 2 de mayo de
2020), en el que se explicaban las técnicas de copieteo en trabajos y exámenes
con los medios informáticos que se están empleado masivamente durante la
pandemia (no hay otros medios ahora, evidentemente). Hay que reconocer que
algunos trucos son realmente ingeniosos y eficaces. En el artículo, algún
“experto” sacaba cosas positivas de este moderno copieteo cibernético. Pero a
mí el artículo me produjo una tolerable tristeza. Porque, ni siquiera en estos
momentos de escuela online, nos salvamos de que el personal (alumnos,
profesores, familias) prime el aprobado sobre el aprendizaje. El sistema no ha
renunciado a la falacia de las notas, a la fachada de humo de los exámenes, y
no ha reaccionado en favor del aprendizaje. Era una oportunidad de oro para
centrarse en el saber y pasar de la lacra de los libros de texto y los
exámenes, en un momento en el que la sociedad hubiera tolerado prácticas
pedagógicas de otro tipo. Ahí se quedó la oportunidad. ¡Chicos y chicas, para
sobrevivir en este sistema, hay que buscar el aprobado, lo siento, no os queda
otra!
No esperéis hoy de mí palabras
optimistas. No me salen. Tampoco mencionaré a los políticos: esos me producen amargura
y mucha desolación.
La brecha tecnológica es el término
usado para decir que los pobres no tienen de nada y los ricos tienen de todo. Los
niños pobres en el mejor de los casos tienen un teléfono móvil para toda la familia
y los niños ricos (no hace falta nadar en millones, es suficiente con unos
padres de clase media) tienen todos los medios tecnológicos necesarios para
participar con garantías en una escuela online.
La situación pandémica no ha creado esta
brecha tecnológica, simplemente ha sido el excipiente para que quede cristalina
como el agua la brecha social entre pobres y ricos. Hablar de brecha
tecnológica es como hablar de pobreza energética. Hablemos de pobreza pura y
dura: los pobres no pueden pagar un recibo de la luz que les permita tener las
casas calientes en invierno ni pueden comprarles un ordenador potable a sus
hijos, ni tienen las habilidades informáticas necesarias para echarles una
mano. ¡Si no se la echan cuando la situación es normal!
Ni siquiera este confinamiento ha
agravado la brecha digital (brecha pobres/ricos), simplemente la ha sacado sin
complejos a la luz, por si no estaba suficientemente clara.
Las diferencias sociales ya son
evidentes en la escuela presencial, que no es una escuela para tirar cohetes.
Al fin y al cabo, lo telemático es un reflejo de lo presencial, ¿qué podemos
esperar?
Siendo realistas, cuatro meses sin
escuela en la vida de un niño no son para rasgarse las vestiduras. En
septiembre volverán más maduros y, posiblemente, asimilen mejor los
conocimientos que no se les han ofrecido en estos meses. En la escuela de las
apariencias que tenemos, se tiene mucha prisa y —seamos razonablemente
optimistas por un momento— posiblemente este parón le venga bien a más de uno.
Ya veremos.
Lo que me desazona bastante es pensar,
con o sin razón (más con ella que sin ella), que en la escuela transformamos
poco la realidad. Nuestros alumnos están mejor con escuela que sin escuela, por
supuesto, pero no somos capaces de mejorar las condiciones y el futuro de las
personas de los barrios marginales, que son nuestros barrios. Ese determinismo
social que vivimos —siempre lo ha habido, pero ahora es muy virulento— me pone
el alma en los pies y me desarma como maestro de la escuela pública.
¡Qué perdidos estamos, caray!
¿Qué nos queda? Nos queda el corazón.
Personalmente, tiro de corazón. Y confío en que el corazón tire de la
inteligencia, como otras veces. Tengo claro que no puedo dejar en la cuneta a
mis alumnos, que hago y haré todo lo posible por que estén bien, que buscaré
con mis compañeros de colegio las mejores soluciones para ellos, que no
escatimo ni escatimaré esfuerzos, y eso me hace estar ilusionado —sin perder de
vista la cruda realidad— y consigue que tenga sentido esta bella profesión de
ser maestro. La enseñanza es un arte, no es una simple técnica, y en el arte el
corazón es un elemento esencial. Ahora no nos queda más remedio que tirar de
corazón, de estar en la brecha con el corazón.
Lo que estamos viviendo tiene muchos
flecos, todos ellos comentables. Con la confección de las cortinas de hoy,
hemos cumplido como “sastres del bolígrafo y la tecla” de momento. Tiempo habrá de atender a este o a
aquel fleco.
Carlos Cuadrado Gómez
Leganés, 14 de junio de 2020