CARTAS A RAMÓN
Cuarta carta
27 de marzo de 2021
Querido Ramón:
Te juro que estoy perdido. El juramento
es una palabra gruesa, enorme, que raspa, pero es la que mejor expresa el
descoloque en que me encuentro a causa de uno de los pilares de la educación:
el currículo.
¿Qué hay que enseñar en la década de los
veinte del siglo XXI?
No estamos precisamente en las alegrías
de los “alegres” años veinte del siglo pasado, entre la Primera Guerra Mundial
y la Segunda, tiempos del charlestón y los rascacielos, que terminaron
asombrosamente estampados contra el Crac del 29 y la Gran Depresión. Nuestra
sociedad ha arrancado la década ya estampada contra la reciente crisis
económica y la actual pandemia. La ilusión de las tecnologías no remedia las
penurias del día a día, que van en aumento en medio del desorden político y
social que vivimos, dicho sea sin exageraciones.
Buscando alguna luz, he acudido al
clásico de Ulf Paul Lungren: Teoría del currículum y escolarización, del
que tomo prestadas algunas ideas. Lungren es sueco de toda la vida, y los
suecos, aunque no llegan al nivel de los finlandeses, en materia de pedagogía
tienen mucho predicamento.
Como dice el señor Ulf, el currículo
escolar «ha de responder a las cuestiones fundamentales de qué se entiende por
conocimiento valioso y qué contenidos deben ser seleccionados».
Esa es la cuestión. No cabe duda de que
estamos viviendo unos tiempos culturalmente diferentes a los de la segunda
mitad del siglo XX. Un elemento cultural nuevo ha irrumpido en nuestra
sociedad: la tecnología a pie de calle y, más en concreto, la informática e
internet. Metamos en ese saco los ordenadores, los móviles, las aplicaciones,
los programas, los blogs y las redes sociales en cualesquiera de sus
modalidades. Es una realidad en permanente evolución, con actualizaciones y
novedades casi a diario. Evidentemente, la escuela no puede ser ajena a este
fenómeno y, de hecho, le ha llegado lo cibernético, velis nolis, por
muchos flancos.
Unamos a esto una nueva estructura
productiva y laboral. La crisis económica que se produjo entre 2008 y 2014 y la
actual pandemia han desencadenado unos cambios sustanciales en la vida de la
gente, principalmente de la gente con menos recursos económicos y culturales.
Incluso la compraventa de los artículos más simples está cambiando su dinámica
con la llegada de Amazon a nuestras vidas. No tardando mucho, la irrupción de
las criptomonedas (bitcoins y similares), ahora en manos de pocos
entendidos y de expertos en el manejo de las nuevas tecnologías, también
supondrá cambios en la economía más doméstica. Tampoco la escuela puede estar
al margen de estas transformaciones, pues es el mundo real en el que viven
nuestros alumnos.
Vuelvo a la cuestión: ¿Qué conocimientos
son valiosos para sobrevivir en el mundo actual y qué contenidos deben ser
seleccionados?
La aristocracia ateniense de la Edad
Antigua diseñó para sus jóvenes el trivium y el quadrivium.
Posiblemente es la primera noticia que tenemos de un currículo explícito y estructurado.
Para ser dirigente de la democracia ateniense era muy conveniente el dominio de
la gramática, la retórica y la lógica. Las decisiones se tomaban en el areópago, votando después del debate oral. Sin embargo, los griegos eran
conscientes de que, aparte de su utilidad práctica indiscutible, el trivium
tenía un valor educativo per se: el intelecto se formaba y se afinaba.
Ese valor per se lo tenían indudablemente las matemáticas, cuyo
ejercicio mejoraba la capacidad de razonar y de comprender la realidad y, por
lo tanto, de tomar mejores decisiones. Así en el currículo, por ese valor
intrínseco de determinadas disciplinas o ciencias, se fueron incluyendo
conocimientos que, aparentemente, no estaban asociados a un uso pragmático
inmediato.
Esto nos da paso al binomio que plantean
algunos teóricos de la educación: los procesos de producción y los procesos de
reproducción. En los primeros se incluirían los conocimientos que, ligados a
las necesidades de la vida social, permiten desarrollar la producción (economía
en sentido lato). En los segundos entrarían la re-creación y la reproducción
del conocimiento de una generación a la siguiente. Siempre ha sido complicado
el equilibrio entre ambos procesos en la escuela, una vez que esta aparece como
institución que pretende incluir al conjunto de la sociedad. Con frecuencia se
produce una esquizofrenia entre ambos procesos. Pero, insisto, no es fácil el
equilibrio, y, cuando ambos procesos se distancian, es inevitable el conflicto
en la representación de los procesos de reproducción.
Si únicamente el criterio de selección
de conocimientos fueran los procesos de producción, haríamos de partida una
escuela clasista separada en cajones estancos, en función del grupo social al
que perteneciera el alumno. Los contenidos se seleccionarían previendo su
futuro profesional. En los barrios más populares enseñaríamos, por ejemplo, a montar
en bicicleta y a conducir una vespa o una scooter, puesto que el futuro
profesional de esos alumnos será, con alta probabilidad, ser repartidores de
Amazon. ¿Qué necesidad tiene un repartidor de paquetería de comprender
ecuaciones de segundo grado o de saber traducir un texto de Cicerón? Parece una
reducción al absurdo el ejemplo, pero no lo es tanto si oímos la opinión de
muchos profesionales de la informática y la mercadotecnia, según los cuales,
están de más las humanidades, las artes y gran parte de las ciencias naturales.
Por otro lado —retomo la historia de la
educación—, con el auge de las ciencias naturales en el Renacimiento, surgió un
nuevo código curricular, el código realista, como alternativa al código clásico;
pienso que para bien. Comenius (1592-1670) planteó un nuevo ideal educativo basado
en las ciencias naturales y el uso de los sentidos. Pero fue la revolución
francesa la responsable de que la ciencia natural formara parte del currículo.
En la misma línea, en Estados Unidos, Samuel Smith (1772-1839) defendía un
currículo realista, en cuanto que debía adaptarse a la sociedad norteamericana
de aquel momento. Con la llegada de la industrialización, los problemas del
currículo se complicaron muchísimo más.
Como vemos, la pregunta sobre qué
conocimientos son valiosos y qué contenidos deben seleccionarse ha sido
permanente en la historia de las sociedades y, por lo tanto, en la historia de
la educación. Y es lo que nos preguntamos a diario los docentes de este primer
tercio del siglo XXI.
La cuestión es apasionante y podríamos
enlazar una digresión con otra durante cientos de páginas. No me parecería
ninguna pérdida de tiempo.
El concepto mismo de currículo no está
exento de polémica: tiene diferentes definiciones, casi una por autor, y hay
poco acuerdo en relación con su significado. Pero admitamos, de partida, que
como “plan de estudios” puede ser una guía útil a la hora de planificar la
acción educativa en el aula.
Me parece bastante completa la
concepción de currículo en la que se conjugan tres dimensiones:
1. La selección de contenidos y fines
para la reproducción social, que responde a qué conocimientos han de ser
transmitidos.
2. La organización de los conocimientos
y las destrezas.
3. Los métodos que señalan cómo han de trabarse
los contenidos seleccionados. Aquí entran en juego también, junto a las
didácticas, la secuenciación y la evaluación en sus muchas derivaciones.
A pesar de que en “lo curricular” es
inevitable que juegue sus cartas lo ideológico, una teoría curricular
científica habría de dar razón de por qué se debería enseñar cierto contenido y
por qué se debería utilizar cierta metodología
Dicho todo lo anterior, Ramón, soy
consciente de no haber aportado mucha luz a la cuestión y de que continúo tan
perdido como cuando te hice el juramento al comienzo de la carta.
Personalmente, necesitaría escuchar en
directo a la gente que trabaja o ha trabajado en la escuela y a diferentes
agentes sociales. ¿Qué piensan del currículo en el mundo actual? Que hablen con
libertad sobre la cuestión. Me imagino un gran corro, de personas sentadas en
sillas de enea —al menos yo me pido una silla de enea, básica, altita, sin ni
siguiera barniz; el resto que pida asientos más sofisticados si quiere—, sin
papeles, sin ordenadores ni pizarras digitales, sin lapiceros ni cuadernos de
notas, hablando desde la razón y las emociones, explayándose y respetando los
turnos de palabra con cortesía y ¡sin prisa! Yo me imagino callado, simplemente
escuchando, alternando los cruces de piernas, los míos, para ir cambiando de
postura en la silla sin distraer a los intervinientes. Creo que sería el mejor
modo de aclararnos un poco —con un poco me conformo— y de poder poner unas
bases prácticas y eficaces para afrontar el presente y el futuro de la
educación básica.
Cada nuevo ministro de educación que
aterriza en el ministerio, pelea su propia ley de educación y vende su
particular humo de pajas curricular, pero sirve de poco, tan poco que, en la
práctica, curricularmente las escuelas funcionan bastante al margen de las
leyes educativas: no les queda más remedio si quieren sobrevivir y hacer lo
mejor para sus alumnos, que son los protagonistas principales e insustituibles
de cualquier sistema educativo. Se “cumple” lo suficiente con la ley en vigor,
principalmente en el terreno burocrático, para evitar molestias y sanciones de
“los de arriba”: tengamos la fiesta en paz.
Vuelvo al corro de sillas de enea, que
es lo que realmente me interesa. A los participantes les preguntaría qué se
debe enseñar en el mundo de hoy, cómo hacerlo y por qué: preguntas sencillas y
directas. Más adelante ya les daríamos forma técnica, que siempre es necesaria. Ya
sabes, Ramón, que soy partidario de un ejercicio profesional y técnico del
magisterio y que lamento la mala formación académica y metodológica que en general tienen
los docentes. Pero esa forma técnica es posterior a la exposición y
debate en las sillas de enea.
Vete buscando un local, Ramón, para
cuando acabe esto de la pandemia y podamos hacer un corro grande sin peligro de
contagios coronavíricos. Sería preferible un bar, que es institución cultural española
por excelencia. Lo que no se geste en un bar tiene mal pronóstico. ¿Qué te voy
a contar?
En 2013 escribí La escuela del
entretenimiento, el libro que dio nombre a este blog. Muchas veces me han
sugerido que escriba un nuevo libro con los artículos sobre educación de este
blog y otras reflexiones, pero hasta el momento no me ha parecido una buena
idea ni me ha apetecido ponerme manos a la obra. Tal vez ha llegado el momento,
no lo sé. El libro podría titularse La escuela despistada, y recogería
las aportaciones del gran corro pedagógico de sillas de enea, que podría
reunirse en La lupa verde, que sería el nombre que daríamos al hipotético
bar. Por supuesto, los asistentes tendrían que costear de su bolsillo al menos
una consumición por reunión, pues los baretos no viven del aire, y nosotros no
tenemos una economía boyante ni somos tan desprendidos. Dos santitos
no somos, Ramón, hay que reconocerlo. Si tienes dudas, recuerda cómo cuidábamos
al alimón aquellos patios infames del C. P. Ginebra de Móstoles, en aquel callejón
polvoriento que daba acceso a los aseos, y las despejarás. No te rías, que
parece que te estoy viendo.
Sólo queda despedirme de ti. Como decía
el gran maestro Yoda: ¡Que la fuerza te acompañe! ¡Y un buen currículo!, añado.
Siempre tuyo:
Carlos Cuadrado Gómez