CARTAS A RAMÓN
Novena carta
15 de enero de 2022
Querido Ramón:
Las Navidades han sido un tostadero de
contagios de la nueva variante de coronavirus, la ómicron. Ha sido numeroso y
tremendo.
El lunes 10 de enero, volvimos a las
aulas: mismas medidas profilácticas, mismo rollo.
Soy incapaz, Ramón, de memorizar la
normativa de seguridad de los centros educativos: número de contagiados, días de
cuarentena, que si por contacto directo con un contagiado, que si por contacto con
uno que ha contactado con un contagiado, que si por el propio contagio. Ante
líos similares y casi irresolubles, antes se decía: “Doctores tiene la Iglesia
que os sabrán responder”. Te digo que ya me indicará la autoridad competente, a
quien corresponda, qué hacer cuando llegue el tío del mazo, que, esperemos se
quede en casa por mucho tiempo, al calor del brasero eléctrico, viendo una serie
de Netflix, con un gin tónic en la mano y un cuenco de cacahuetes.
Después de una semana de clase ―por no decir
al día siguiente―, parece que uno nunca se ha ido del colegio, que lleva ahí
toda la vida.
Los niños en general, al menos con los
que yo trato, han pasado unas vacaciones anodinas, sin poderse juntar con su familia
extensa ―quien la tenga cerca, se entiende― y más aburridos que una mona. Eso sí,
con una maquinita en la mano, dándole a los pulgares desde que amanece. Por lo
visto, parodiando el dicho rijoso y grosero, “desde que amanece, apetece”. Que me
comenten que se han pasado el día con la táblet o el móvil o, como mucho,
saliendo un rato al parque, me abate, se me cae el alma a los pies.
El personal ―tradúzcase alumnado― ha
vuelto como después del verano, totalmente desentrenado, ha perdido la forma. Pero,
menos mal, la están recuperando rápido. Los niños y los jóvenes, sin duda, son
de lo mejorcito de esta sociedad, ¡y nadie se lo reconoce! En las televisiones
y otros mass media, están ausentes, no interesan a nadie. Puede que
realmente interesen poco, y están abandonados a su suerte, en la peligrosa
maraña de los videojuegos y las redes sociales. Sin embargo, ahí están como
jabatos, dándolo todo, salvando el pandero a una sociedad adulta despistada,
desnortada y decadente, según mi modesto entender.
Para nuestros niños y jóvenes pido menos
redes sociales y más contacto personal, cara a cara; menos prisa y más calma. Se
nos va la vida en una prisa estéril, sin saber a dónde queremos llegar o qué queremos
conseguir. Una prisa que, absurdamente, se convierte en un fin. ¿Prisa para
qué?
Cambiemos de tercio, Ramón. No hemos
comentado el concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena. Era la tercera
vez que lo dirigía Daniel Barenboim. Esa orquesta toca sola, empecemos por ahí.
Siempre será bueno el concierto por la calidad de los músicos, con
independencia del director de turno. A mí me aburrió la primera parte. En la segunda,
Barenboim despertó de la caraja que lo tuvo adormilado antes del descanso, y el
concierto fue subiendo enteros. Me pareció soberbio el Danubio azul, y
agradecí que durante su interpretación no subieran imágenes del río y que sólo
enfocaran a los músicos. Podrían tomar nota para años sucesivos.
En el anhelo permanente que tengo de comprender el
mundo en que vivimos, estoy enfrascado en la lectura de tres libros de Byung-Chul
Han. Es un filósofo coreano que escribe en alemán. Está de moda y es muy
citado en artículos de opinión y libros de sociología. Ya he leído La
salvación de lo bello y La sociedad de la transparencia. Hoy he
comenzado La sociedad del cansancio. Han es un poco obtuso y repetitivo,
pero me parece que atina en algunas cuestiones. Tomo notas para ese libro
prometido de La escuela despistada. Han es interesante y aprovechable.
Ramón, a ver si pasa esta marea de
contagios y nos tomamos un café, sin jugarnos la vida ni parecer irresponsables.
Siempre tuyo:
Carlos
Cuadrado Gómez