lunes, 5 de marzo de 2018

EL POTAJE DE ESOPO 5

EL POTAJE DE ESOPO 5

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Deambulación tercera
¿Es la escuela una estafa?
En la sección de opinión del periódico El País del 18 de febrero de 2018, apareció el artículo de Moisés Naím: ¿Cuál es la mayor estafa del mundo? La educación. Se puede leer completo en:
https://elpais.com/elpais/2018/02/17/opinion/1518885620_434917.html
Antes de comentar el artículo, quiero hacer tres aclaraciones:
1. Una estafa, según el DRAE, sería un delito en el que, mediante engaño y con ánimo de lucro, se consigue dinero de alguien.
2. Moisés Naím es un columnista venezolano de origen judío, uno de esos individuos que a nivel mundial opinan sobre las cosas que nos afectan a todos y que tienen un halo de buenos tipos. Es doctor por el MIT y fue ministro de Fomento en Venezuela a lo largo de nueve años, durante la presidencia de Carlos Andrés Pérez. Se mueve como pez en el agua en los organismos internacionales del tipo ONU. Seguramente será un buen tipo, lo que pasa es que últimamente dudo mucho de la gente que pica tan alto y que ha picado así de alto desde muy joven. De todas formas, lo que dice en el artículo no le desprestigia ante mis ojos.
3. El Banco Mundial es un banco con sede en Washington D. C. que dicen que se dedica a asistir financieramente a países en desarrollo (países pobres), dando préstamos a bajo interés. Lo que hace Moisés Naím en su artículo es comentar un informe reciente de dicho banco: Informe sobre el desarrollo mundial.
Según el informe, del 5% de la economía mundial, que es lo que cuesta tener a 1.500 millones de niños y jóvenes escolarizados, la mayor parte se está malgastando, fundamentalmente porque los resultados de la inversión en educación son patéticos en los países pobres, tal como sucede en Kenia, Tanzania, Uganda, la India rural, Brasil y Uruguay.
Las causas de este desastre en los países del tercer mundo son cuatro:
1. La ignorancia de los profesores y la corrupción sindical del sector en países como México y Egipto.
2. El absentismo del profesorado.
3. La malnutrición del alumnado.
4. La falta de material escolar básico (libros y cuadernos).
Moisés Naím, que es un tío majete, bien comido y optimista, sugiere cuatro vías de solución:
1. Medir o evaluar lo que pasa.
2. Dar más peso a la calidad de la educación.
3. Escolarizar en edades tempranas.
4. Usar las tecnologías de manera selectiva y no como solución mágica.
Moisés Naím piensa que los pobres no están condenados al desastre irremediablemente porque, si Corea del Sur y Vietnam han sido capaces de implantar un sistema educativo de calidad, los demás también pueden.
Estoy de acuerdo con Moisés Naím en que la escolaridad sin aprendizaje es una oportunidad perdida y una injusticia para los pobres de la Tierra. Y también coincido con él en que escolarización no es lo mismo que aprendizaje.
Siempre que he visto imágenes de aulas en África, llenas de niños —casi nunca hay niñas—, que escuchan a un maestro que tiene una vara en la mano y una pizarra detrás, he pensado que eso no sirve para nada, o sólo sirve para que el periodista cobre el reportaje a precio de oro. Este artículo confirma mis sospechas. Realmente de esa manera es imposible que haya aprendizaje.
El progreso de las poblaciones pobres, sean países completos, sean regiones, sean barriadas de una ciudad del primer mundo, no se consigue tocando sólo un palo —y, por lo visto, el de la educación se toca mal—, sino con intervenciones globales, orientadas a que la gente de a pie tenga trabajo y riqueza en sus casas. Por llevar cuatro ordenadores a una aldea africana o a una barriada marginal, no van a salir del pozo. En ese sentido el artículo de Moisés Naím es tendenciosamente parcial, pues en este mundo todo está interconectado. Y la educación no sucede en el aire, sino en un contexto social y político concreto. ¿Qué otras medidas deberían acompañar a la escolarización?
Me llama la atención que no diga ni una palabra de Venezuela en su artículo. Él ha sido ministro de ese país. ¿Por qué no habla de su propia casa? ¿Qué opinaba del asunto cuando era político en activo? Estoy un poco cansado de ancianitos cargados de ética y razones que descubren la luz cuando se jubilan y pretenden sacarnos al resto del error. Las cosas hay que decirlas cuando se está en activo, cuando denunciar la injusticia nos puede acarrear disgustos o cosas peores.
Discrepo de que experiencias como las de Corea del Sur y Vietnam sean extrapolables a otros contextos. Tendría que conocer la evolución de estos países en su conjunto para valorar sus progresos educativos. Dicho a vuela pluma, como lo dice Moisés, suena muy bien, muy chachi piruli, pero sólo apunta a un optimismo mendaz.
Ahora aterricemos en nuestra propia escuela.
Nuestra situación social, política y escolar no es la de esos países mencionados del tercer mundo. No soy catastrofista ni populista. Compararnos con esas situaciones de extrema pobreza es inexacto y una falta de respeto hacia las personas que las sufren. Por algo arriesgan sus vidas en pateras para llegar a nuestro mundo. El fenómeno migratorio no se produce en sentido contrario.
Pero también aquí se malgasta en gran medida el presupuesto para educación. En las aulas de la escuela pública están más de diez años nuestros niños, adolescentes y jóvenes con muy poco resultado. Los informes PISA, con todos los peros que queramos ponerles y que realmente tienen, reflejan esta situación de fracaso generalizado del sistema público de enseñanza. Hay muchas causas de este fracaso. Con más inversión en educación seguramente mejoraríamos, pero, partiendo de una inversión base mínima, no todo se resuelve con dinero. Pongamos un par de asuntos sobre la mesa. No sé si una inversión mayor disminuiría las energías que emplean los docentes en campear los graves problemas conductuales que hay en las aulas, que son terribles. En muchas aulas de nuestro país es casi imposible dar una clase con unas condiciones mínimas —respeto entre iguales y silencio— para que se produzca el aprendizaje. Así no se puede aprender. El segundo asunto: el magisterio no está formado ni tiene ganas de formarse en serio una vez que ha metido la cabeza en la institución pública.
Evidentemente, escolarización no es lo mismo que aprendizaje. Nuestro sistema enseña a aprobar, como he dicho tantas veces, y, aunque siempre algo se aprende, se pierde el tiempo miserablemente en “estudiar para el examen”. No, amigos, debemos estudiar para saber, para crecer, para disfrutar, para ser más humanos, para hacer un mundo mejor, para ese tipo de cosas, no para rellenar un formulario de evaluación y que nos pongan un tres, un seis o un diez. Habría que rediseñar el currículo y perder menos tiempo en contenidos secundarios que no interesan a nadie y en programaciones absurdas que nadie lee.
Voy concluyendo, que esto se me alarga más de lo que yo quería.
De facto, en nuestra sociedad ya hay una red privada de centros, donde va la gente con “cierto” nivel económico y cultural, y una red pública, donde va quien no tiene otro sitio adonde ir. Esto es una generalización, hay excepciones en todos los lugares, pero creo que más o menos la cosa es así. En la red privada no se producen tres fenómenos ajenos al currículo y a la didáctica que, en mi opinión, menoscaban la calidad de la enseñanza en la escuela pública y, por lo tanto, malbaratan de alguna manera la inversión en educación:
1. En los centros privados se suelen impartir todos los niveles educativos de la enseñanza obligatoria. El alumno pasa de la Primaria a la Secundaria sin tener que cambiar de centro. Sin embargo, los alumnos de la enseñanza pública irremediablemente sufren una transición “salvaje” del colegio al instituto con sólo once o doce años.
2. En los centros privados no hay jornada continua; salvo que sea por imperativo legal, la jornada es partida. En la enseñanza pública muchos centros son de jornada continua. Sigo pensando que la jornada continua no beneficia a los alumnos de los niveles de Educación Infantil y Primaria.
3. El profesorado no tiene “moscosos”, que es la última conquista sindical en la enseñanza pública, al menos en la Comunidad de Madrid. Creo que es algo caído del cielo que puede enrarecer la vida de los colegios e institutos. De momento, estoy desorientado con el “logro” sindical, ya diré algo más consistente cuando pase el tiempo y vea qué sucede.
El artículo de Moisés Naím me ha parecido interesantísimo y ha sido la causa de estas reflexiones.
Te recuerdo, estimado lector, que todo lo anterior es una deambulación, y como tal debe tomarse.


Carlos Cuadrado Gómez

miércoles, 7 de febrero de 2018

EL POTAJE DE ESOPO 4

EL POTAJE DE ESOPO 4

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Deambulación segunda
Santa Teresa, el pecado y los exámenes

Para escribir esta deambulación he sudado tinta china. Todo ha partido de una intuición, fruto de la mezcla de lecturas, sensaciones y pensamientos: una mezcla potajosa o potajuda, nunca mejor dicho, y perdón por el neologismo macarrónico.
El pasado jueves por la tarde fui al Museo del Prado. Vi una exposición extraordinaria de Mariano Fortuny. El carnet de maestro me permite el acceso gratuito al museo. Por cierto, la entrada general asciende a quince euros, un buen argumento para darse media vuelta y no entrar, aunque luego la gente se gaste los dineros en bagatelas inútiles o en vicios. La exposición me encantó. Antes de abandonar el museo, me acerqué a ver Las Meninas, El Cristo y El Esopo de Velázquez. Nunca me niego ese gusto, caigo en la tentación sin remordimientos. Luego merendé con tres amigos maestros. Les expuse mi argumento delante de un bocadillo de calamares. Les pareció bien, pero con matices. Su adhesión fue crítica y con condiciones. Sus aportaciones han mejorado mi argumento, que estaba un poco en pañales cuando se lo conté. De todas formas, asumo por completo mi responsabilidad en lo que más adelante diré.
Recientemente he leído el Libro de las Fundaciones de Santa Teresa de Jesús. El libro es muy interesante. Con tanto viaje, sinceramente no sé cuándo rezaba la santa. El libro es un continuo ir y venir de la pesadumbre al gozo en Teresa de Jesús, que nunca está satisfecha de sí misma. Tiene escrúpulos por casi todo lo que hace, dice o piensa. ¿Es que esta buena mujer, según ella misma, nunca hacía nada bien? Hay un sentimiento de pecado, de error, de fallo consciente o inconsciente que empaña sus aciertos, que son muchos. Yo le diría: «Hija, ¿se puede saber qué haces mal?». El sentimiento de pecado católico —no conozco el sentimiento de pecado luterano o calvinista— empaña nuestra vida diaria, con independencia de que seamos creyentes o no. No es un asunto religioso, sino cultural. Y somos culturalmente católicos. Según ese sentimiento pecaminoso, es moralmente más excelente el individuo que carga con escrúpulos de que algo hace mal, aunque no sepa qué, que el individuo que vive la vida alegremente y sin complejos (no hace falta llegar a la vida loca de Ricky Martin, que ojalá). Parece que uno siempre debe algo, que, por mucho que se esfuerce, tiene un débito que nunca llega a saldar y del que debe rendir cuentas. ¿A quién? A quien sea, eso da igual, pero se deben rendir cuentas. En gran medida, los actos se hacen para rendir cuentas y ser perdonados, no tienen un fin en sí mismos. Y si se goza mucho, ¡cuidado!, se acumula mucha deuda.
Dejemos de momento a la santa de Ávila, luego volveremos a ella.
Tengo unas conocidas, que rondan los cincuenta o los sobrepasan cumplidamente, que han comenzado a estudiar inglés en una academia que hay cerca de mi casa. Con más o menos fortuna y mucho esfuerzo, van puntualmente los martes y jueves a las ocho y media de la tarde, después de una dura jornada laboral, y hacen lo que pueden. Algún día se notarán sus progresos en la lengua de Shakespeare, que ¡vaya negocio es para algunos! El caso es que, al acabar el trimestre pasado, les hicieron unos exámenes para ver qué tal iban. La reacción de los siete alumnos del grupo de adultos (serán los mayores de la academia, pero si digo mayores, a lo mejor no les sienta bien) fue negativa. En algunos individuos fue de miedo cerval o pánico. De los siete: tres directamente no fueron el día del examen; uno se negó en rotundo a hacerlo (avisó de que no iba, y no fue); otro se examinó porque se quiere sacar no sé qué título de nivel, digamos el Oxford Level (me he inventado la denominación del título, qué más da, esos títulos son otro sacacuartos), y quería ensayar o congraciarse con los profesores de la academia; y sólo dos se presentaron porque sí, y de esos dos una tuvo a la familia con la cabeza como un bombo con el dichoso examen (lo digo con conocimiento de causa). ¿De dónde viene ese miedo irracional a los exámenes en individuos adultos, a quienes la nota no cambiará un ápice su vida? Pienso que el origen del miedo está en la niñez y, si el origen no está en la niñez, estará en la adolescencia. En los años de escuela o de instituto de secundaria se gesta esa angustia a ser examinado, que permanece latente mientras ningún suceso fortuito la saca a la luz. Igual que en Proust la magdalena reconstruye inesperadamente el edificio de la memoria sensitiva y afectiva, que son las más profundas e intensas, una propuesta inocente de examen (a veces, con mencionar la palabra es suficiente) puede levantar una tormenta de congoja. Íntimamente asociado a ese miedo a los exámenes está el rechazo a la cultura, que se percibe como un fastidio, como algo aburrido y examinable, como algo que hace infeliz, por mucho prestigio social que tenga el individuo culto.
He necesitado los escritos de Santa Teresa y el relato de este suceso reciente para que en mí se haya producido en relación con los exámenes un fogonazo intelectual o visión, insight dicen los ingleses y algunos progres que ignoran el correspondiente término castellano. ¿Qué hacemos examinando a nuestros alumnos a toda hora?
En el sistema escolar actual es imposible sustraerse de los exámenes. Uno puede intentar paliar en alguna medida los efectos del hecho de examinar y ser examinado, pero es tal la presión social, interna y externa a la escuela, que salirse de su estela es una utopía irrealizable.
En términos generales, se estudia para aprobar y no para aprender. La acción didáctica gira en torno a la nota del examen y hacia ella dirige sus pasos. El profesor va haciendo avisos esporádicos: esto entra, no te descuides que el examen se acerca, esto tendrás que explicarlo con estas palabras y no con otras, etc. Y la familia también presiona al niño. Puede incluso amenazarlo con castigos si no vuelve a casa con una notaza. Y tan nefastas son las amenazas de castigo como las promesas de premio. Recuerda, hermoso: «Dios te ve, castiga a los malos y premia a los buenos». ¿Nos extraña que los niños tengan ansiedad el día del examen? Los exámenes son para muchos una pesadilla recurrente, porque al cabo de un curso académico se harán cerca de cien exámenes. Y al curso siguiente lo mismo, y así sucesivamente. En el mejor de los casos, la pesadilla termina cuando se abandonan para siempre las instituciones académicas.
Alrededor de los exámenes hay una liturgia establecida por años de tradición. Puede incluir madrugones el día del examen (un último repaso nos puede salvar la vida), y desayunos especiales o la imposibilidad de desayunar a causa de los nervios. En el aula se colocan las mesas para evitar el copieteo, se dan consignas muy claras de cómo hacer esto o aquello, se leen o no se leen las preguntas, se indica la hora de comienzo y de fin, etc., etc., etc. El conjunto de circunstancias ambientales pone mal cuerpo al más pintado, sobre todo si no te sabes muy bien las respuestas o eres una persona insegura. Claro, siempre hay gente para todo. Los que sacan buenas notas pueden crecerse en esa situación. ¡Pero pobres de ellos si algún día sacan una nota mala! Me pregunto qué tiene que ver toda esta parafernalia con la cultura de verdad.
La persona que permanentemente es examinada por los demás, forzosamente se examina a sí misma, e intenta acomodar su conducta y sus sentimientos al canon que marca el examinador, que es la sociedad en su conjunto, representada en las instituciones más directas del niño, la familia y la escuela. El sentimiento de insatisfacción, de que algo no se hace bien del todo, de que uno es culpablemente imperfecto haga lo que haga, es el inevitable sentimiento que provoca esta situación de acoso psicológico.
En edades tempranas, este sentimiento se ancla en lo más profundo de nuestro ser y ahí permanece para siempre. Poca gente lo supera. La propia palabra examen es como el timbre del perro de Paulov, produce ella misma miedo sin necesidad de una amenaza real.
En la moral de nuestra cultura católica, el individuo siempre está empecatado (algo siempre se hace mal, aunque sea de pensamiento o de sentimiento) y, por lo tanto, está necesitado de la gracia y el perdón divinos, o de quien sea, para limpiarse las manchas de su alma incorregible. El sentimiento de culpa está omnipresente. El examen de conciencia y la confesión de la falta alivian un poco el sentimiento de culpa, pero nunca lo eliminan del todo. Para eso está el Juicio Final, que en el trasmundo nos pondrá a cada uno en nuestro sitio.
En una sociedad laicista, donde la gente acude cada día menos a las iglesias, la dinámica católica del pecado, del perdón, de los escrúpulos por no hacer sido bueno del todo (o no haber estudiado perfectamente la materia del examen) se mantiene en las escuelas,  y deja secuelas de por vida en nuestros alumnos, que, cuando se liberan de la institución escolar, no quieren saber nunca más de libros ni de otros rollos culturales. Nadie puede sorprenderse de que amplios sectores de la sociedad aborrezcan la lectura o la visita a un museo. En la institución escolar han aprendido a temerlos. El conocimiento, que es una actividad apasionante y gozosa, ha estado ausente en sus años de formación. Y no hablemos de los deberes tal como están planteados, porque son el mejor complemento de los exámenes. También están orientados a que el sujeto apruebe o saque buena nota. Pero eso queda para otro día.
Tenemos difícil crear un clima amable en la institución escolar, donde el niño y el adolescente vengan a aprender y no a aprobar, que no son la misma cosa, donde no vengan a ser juzgados por lo que saben o por sus capacidades intelectuales, que pueden ser mejores o peores. ¿Cómo se hace? No lo sé, porque yo, como maestro, lo intento todos los días y no lo consigo. ¡Cuánta gente sale por la puerta del colegio con la corazonada de ser tonto y, para más inri, sintiéndose culpable de ser tonto!
En fin, que igual que Santa Teresa, el personal vive sin vivir en sí, con escrúpulos, sentimiento de culpabilidad y ansiedad, aunque no lo digan o parezca que les resbalan las cosas. Y así nos va.


Carlos Cuadrado Gómez

lunes, 6 de noviembre de 2017

EL POTAJE DE ESOPO 3

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Deambulación primera

Uno puede perder los lectores de su blog por varios motivos. El primero es por no escribir: difícilmente hay lectores de páginas en blanco y menos todavía de páginas inexistentes. El segundo es por demorar la escritura entre una entrada y otra: la gente acude a la página reiteradamente y, como no encuentra nada nuevo, la abandona, y el día que hay algo nuevo no se entera o ya ha perdido el gusto por el bloguero. Hay un tercer motivo: que el bloguero escriba en exceso y canse a los lectores, que lo tacharán de pesado, ególatra y engreído con razón.
En estos momentos, me considero incluido en el segundo supuesto. Veo en las estadísticas del blog que no falta un picoteo de lectores, y no quisiera perderlos.
Pero de educación no tengo muchas ganas de escribir últimamente, aunque la educación es la cuestión por la que nació el blog y por la que los lectores se conectan a él de vez en cuando. Dudo mucho de que lo hagan por la calidad de mi escritura.
Y no me apetece escribir de educación porque tengo una queja muy grande —que se puede dividir en diminutas quejas— siempre que reflexiono sobre ella. Es una especie de tristeza crónica que nace de la impotencia de cambiar las cosas siquiera un poco.
Dejaré los comentarios sobre educación para el final de la entrada, pero no esperéis gran cosa.
Deambular significa “andar, caminar sin dirección determinada”. Existe el término deambulación, que es la “acción de deambular”. Hace tiempo que camino muchos días y mucho rato sin dirección determinada, bastante perdido. Esto incluye mi vida de docente. Por lo tanto, según las definiciones anteriores, podemos decir con propiedad que deambulo por la vida, una vida la mía, dicho sea de paso, bastante simple. Como podéis comprobar, esta entrada en el blog también es una deambulación, un ir de acá para allá por las ideas y con las palabras sin una dirección ni un plan determinados. Soy muy dado a poner nombre a casi todo, me gusta hacerlo, y a esta entrada y otras similares lo de deambulación le viene que ni pintado.
Sobre lo de poner nombre a las cosas, diré unos ejemplos. Mi coche, que es una furgoneta Berlingo, se llama Josefina, Josefine en francés, porque la compramos un 19 de marzo: no creáis que me rompo la cabeza. Tengo una bicicleta de paseo, negra y bien preparada, con sus guardabarros y todo, que se llama Bernarda y que, por cierto, la vendo a buen precio. Con ella voy a trabajar. Ya tengo una sustituta de la Bernarda: la Aurelia. Aurelia es blanca, con el manillar con forma de cuernos de cabra, es más sencilla y funcional, con un solo piñón, y más cómoda que la Bernarda para bajarla y subirla en el ascensor. Todo esto venía por lo de las deambulaciones.
He acabado de leer varios libros. Ayer por la mañana terminé “La banda de los niños” del italiano Roberto Saviano. Este buen hombre está perseguido por la camorra napolitana a causa de la publicación de “Gomorra”, un libro donde cuenta los entresijos de las mafias violentas que controlan gran parte de la vida económica y social del sur de Italia. “La banda de los niños” me ha defraudado un poco, esperaba más de Saviano. “Gomorra” me parece un libro excelente de corte periodístico, pero “La banda de los niños” patina como novela: los personajes no están bien trabajados, los diálogos están faltos de naturalidad y falla la verosimilitud. Saviano debería haber hecho un reportaje sobre la formación de las bandas juveniles en Nápoles, que se le da mejor. Por desgracia, este pobre hombre está encerrado para conservar la vida y un libro así requiere patearse mucho la calle, y él ahora no puede. A pesar de todo, Saviano tiene una escritura profesional, suelta y eficaz.
Otro libro que recientemente me ha impresionado ha sido “La rebelión de Atlas” de Ayn Rand. Según la reseña de la contracubierta, esta voluminosa novela —unas 1.300 páginas— es el libro más leído en Estados Unidos después de la Biblia. No sé si exagera el comentarista, en cualquier caso, lo ha leído mucha gente. Los personajes son industriales del acero, dueños de vías ferroviarias, ingenieros y otras gentes del mundo de los negocios. Rand te lleva al corazón del capitalismo, a su filosofía. Creo que estropea la novela un poco cuando introduce elementos fantásticos o alarga innecesariamente algunos monólogos. De todas formas, la novela me parece fantástica en su conjunto y, personalmente, me ha ayudado a comprender un poco mejor el mundo en que vivimos.
Hablemos un poco de poesía, en concreto de una poetisa de Leganés: Eloísa Pardo. Su último poemario, “Besos de nitroglicerina en el corazón”, es de lo mejor que he leído de poesía hace tiempo. Intento leer a poetas contemporáneos, pero naturalmente no todo me convence. Tuve el honor de presentar a la autora —fui el humilde telonero— en la presentación del libro en la librería Punto y Coma (Leganés). Leyendo el libro me preguntaba de dónde había salido esta mujer. ¡Impresionante su escritura! En mí este poemario consiguió que sucediera la experiencia poética: me acercó a la belleza y me puso en la senda del conocimiento, del “conócete a ti mismo” de los griegos.
Si me dais “bola” —me dirijo a los lectores—, comentaré más libros en estas deambulaciones. No digo lo que leo en estos momentos, porque lo poco agrada y lo mucho enfada.
Voy cerrando esta primera deambulación. Aquí va lo de educación. Ya os he avisado antes que no esperarais mucho, pero en las entradas de este blog no puede faltar alguna referencia directa al hecho educativo, si bien hablar de libros y de cultura es propio del mundo de la educación, ¿no?. Tampoco me desvío tanto.
Sólo os adelanto algunos planes. Sigo dándole vueltas a lo del niño como ciudadano con derechos, que puede ser una buena entrada. Tengo in mente otra entrada que se puede titular: “Entre todos la mataron y ella sola se murió”. La escuela pública es a la que matan y la que se muere sola. Otra idea posible sería comentar algunos fragmentos de “Democracia y educación” de John Dewey. Me atrae esta idea. En fin, ya veremos.
Me gustaría que todo fuera de vuestro agrado. Si hacéis comentarios no os cortéis, ni en los comentarios contrarios ni, por supuesto, en las alabanzas, si es que esto y este (el menda lerenda) las merecen.
Pasad un buen lapso de tiempo de aquí a la siguiente entrada.

Carlos Cuadrado Gómez


sábado, 3 de junio de 2017

EL POTAJE DE ESOPO 2

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El mejor

Como la gente lee en general tan poco, parece que un servidor lee mucho. Pero no tengo un buen concepto de mí como lector. Leo libros por puro gusto —en estos momentos, El cuadern gris de Josep Pla— y libros por motivo de estudio, que no es que me desagrade leerlos —me gusta leer cualquier cosa antes que estar de brazos cruzados, y de todo se aprende, también de lo malo, y de lo malo, mucho—, pero, a diferencia de los libros de placer, para los que no tengo escrúpulos en gastar dinero, por algunos libros de estudio no quiero gastarme un euro. Y de algunos la única condición que pongo para leerlos es que sea de gorra. Si me los dejan o me los regalan, vale. Si no, puedo llegar a la eternidad sin esas lecturas en mis neuronas.
A veces, por la sana curiosidad de conocer el mundo que me rodea más allá de mis propias aficiones, leo libros que están de moda. Es el caso de Cincuenta sombras de Gray, que fue un best seller hace unos años y tal vez siga siéndolo. Sólo leí el primer tomo de la trilogía, con uno ya me hice una idea del libro, que comenté en su día en desayunos y sobremesas. Ahora he leído La nueva educación. Los retos y desafíos de un maestro de hoy de César Bona, editado por Plaza y Janés. Me lo han dejado. En la portada del ejemplar que tengo se anuncia en una pegatina redonda y roja que el libro va por la 14.ª edición y que se han vendido más de cincuenta mil ejemplares.
Antes de comentar el libro, diré que me he molestado un poco en buscar información sobre César Bona en Internet: tiene 45 años, es aragonés y está en la lista de los mejores maestros del mundo del Global Teacher Price de 2104, un concurso para saber quién es el mejor maestro del mundo. Como Bona es el único español que por lo visto ha llegado a esa lista, es calificado por algunos medios de comunicación como el mejor maestro de España. Sinceramente, hasta el momento no tenía ni idea de que existiera ese premio. Lo otorga una fundación con sede en Londres, la Varkey Foundation, y al ganador le dan un millón de dólares que, la verdad, no es moco de pavo.
Bona no se llevó los dólares, pero estar en la lista le ha lanzado a la fama y, hombre, algún dinerillo extra a la nómina de maestro estará sacando. De momento, en la segunda entrevista que le hace Andreu Buenafuente, Bona, al que de aquí en adelante llamaremos de vez en cuando El mejor, confiesa que está en excedencia y que aprende mucho viajando por el mundo —entendemos que a gastos pagados—, hablando con mucha gente y dando conferencias, muchas de ellas promovidas por instituciones privadas que serán generosas con los emolumentos del conferenciante, supongo. Todo es un suponer, tengamos la fiesta en paz.
He podido ver y oír algunas entrevistas o conferencias de El mejor en La Sexta Noche, en Tutorías en Red y en otros vídeos de You Toube. De Bona no he leído Las escuelas que cambian el mundo ni una adaptación que tiene del Quijote. Si alguien me los deja, los hojearé con mucho gusto. Pero creo que, para lo que voy a comentar aquí, con La nueva educación y los vídeos me es suficiente.
Procederé por partes, las partes que me salgan. Lo haré sin mucha planificación, como parece que Bona da sus clases y escribe los libros.
Bona está encantado de conocerse a sí mismo. Es normal, vivir con El mejor a toda hora, dentro de él, debe de ser muy agradable. Yo nunca he tenido esa experiencia. Desconfío de la gente que insiste en demasía en la humildad como hace Bona cada vez que abre la boca. Me recuerda a futbolistas, como Ronaldo, o a pilotos de Formula 1, como Fernando Alonso, que insisten en que ellos no son nada sin su equipo, en que hacen lo que pueden, en que no son los mejores. ¿Alguien se cree la humildad que estos tipos profesan con los labios apretados? Por lo visto, Bona llega a la lista de los mejores sin él quererlo, porque otros vieron que él era El mejor y lo presentaron al susodicho concurso casi con nocturnidad. Bona, si uno no quiere, no se mete en esos jolgorios, que conste.
He de decir que Bona es un maestro. Conoce la práctica docente y lo que dice, cuando baja un poquito a lo concreto, es propio de alguien con horas de clase entre niños. Esto lo digo a su favor, porque hay por ahí sujetos, como José Antonio Marina, que se atreven a opinar de educación, aunque en su vida nunca hayan metido una fila en clase o nunca hayan cuidado un recreo; se nota que no tienen ni idea de la cuestión, pero venden libros; son un fraude. Bona no, Bona es maestro de Primaria.
Bona suele decir generalidades: que el niño participe, que el niño descubra, que colabore la familia con el profesor, que el niño venga contento a clase, que no le coartemos su creatividad, que la escuela sea un lugar de encuentro y crecimiento, que el maestro también aprenda de los niños, etc. Todo esto está muy bien, Mr. Bona, nadie se lo va a negar. Eso se viene diciendo desde los tiempos de Comenio y, si me apura, desde Sócrates. Pero El mejor no necesita remontarse tan atrás en el tiempo. La Escuela Nueva y otros psicopedagogos son más recientes: María Montessori, Decroli, Piaget, Vigotsky, Giner de los Ríos, Constance Kamii, Freinet, etc. ¿Los conoce usted? ¿Los ha estudiado a fondo? Jamás los menciona. ¿Qué menos si uno tiene el atrevimiento de hablar de una nueva educación? Pero que por esto no se preocupe  El mejor, porque la ignorancia de la historia es uno de los males más extendidos de nuestra sociedad. Por cierto, no parece que El mejor haya trabajado en equipo jamás, es un francotirador. Ni para bien ni para mal, menciona nunca a algún equipo pedagógico, claustro o colectivo de maestros.
Las generalidades difusas no aportan nada a la mejora de nuestro enfermo sistema educativo. Y crean una opinión simple y falta de análisis, tan de moda en nuestra ágora o espacio público. Cuando Bona pase de moda, si te he visto, no me acuerdo. Tiempo al tiempo. Esta ilusión escolar al gusto del oyente hace más daño que beneficia. En España hay muchos colegios cuyas dinámicas internas dependen fundamentalmente del barrio donde están y de su población escolar, y hay lugares realmente complicados, heridos me atrevo a decir, cuya “cura” requiere algo más que un caldo de gallina pedagógico. No todo son colegios y maestros chachis frente a colegios y maestros cutres. Bona, ese es un dualismo burdo, una simplificación peligrosa, que lanzada en los medios de comunicación sólo puede crear expectativas falsas. El amor a la escuela, la dedicación a este noble oficio o arte, requiere frecuentemente sufrimiento en el docente, y eso usted, por lo visto, no lo conoce. Hay ambientes educativos, realidades duras y dolorosas, que Mr. Bona no ha pisado. Y esos alumnos también son ciudadanos con derechos, con los mismos derechos que los demás.
Y es que a El mejor todo le sale bien. En la sarta de experiencias o, mejor dicho, anécdotas que se relatan en el libro, todo le sale bien. Y el ramillete de dificultades que se encuentra El mejor lo resuelve con gran habilidad y acierto. A veces eleva algunas anécdotas, como la de que un niño le enseñó a tocar el cajón, a la categoría de tratado pedagógico. En el libro me encuentro con un picoteo o selección de colegios y anécdotas de clase que parece sacado de los mejores momentos de la historia de la educación.
Para Bona la palabra didáctica no existe. La impresión que me da el libro es que El mejor trabaja por ciencia infusa y por impulsos místicos. No hay sistema. Y cuando hablamos de sistema, Bona, no nos estamos refiriendo a una estructura cerrada como un cerrojo. Pero ir a lo que se nos ocurra todos los días es tan malo como no moverse un milímetro de una programación. Me gustaría saber las metodologías que emplea El mejor para la enseñanza de la matemática básica, para promover el pensamiento científico o favorecer el desarrollo de la expresión y el gusto artísticos. Ya sabemos, compañero, que el sujeto es quien aprende, que el maestro crea las condiciones para que eso suceda, para que el niño construya el aprendizaje. Pero de cómo lo hace usted, no dice nada de nada. Y, si algo cuenta al respecto, se trata de técnicas que ya no tienen nada de novedosas.
Dos cosas que no me gustan de su clase: esa lista negra y los anónimos que recoge un cabecilla de sublevados. Ambas estrategias me parecen de dudosa moralidad. Lo de colocar a los alumnos en equipos es más antiguo que comer con los dedos; eso lo hace bien. Hay más cosas que no me gustan de su clase como el rincón y la figura de la abogada. Tendríamos que comentarlo en directo.
De los problemas reales de la educación en España usted no habla. Tengo la impresión de que el libro, que está escrito muy correctamente, que se lee rápido y bien, que es cómodo para el lector, es un producto editorial bien hecho, en la línea de la literatura de autoayuda que tanto prolifera hoy en día. Habría que saber qué parte es de Bona y qué parte es de los correctores de estilo de la editorial. Es un libro que no crea problemas en las librerías donde se vende, en los programas de televisión y en las conferencias que El mejor da en las facultades de magisterio o pedagogía. Plaza y Janés jamás se atrevería a publicar La escuela del entretenimiento.
¿Cómo remato yo esto?, me pregunto. Estimados lectores, hago un alto en el camino. Voy a hacer la comida y a comer, y a ver si se me ocurre algo. Hoy es sábado, ahora mismo son las 13:30 h y estoy solo en casa. Voy a hacerme unos espaguetis salteados con ajo y beicon. Me tomaré también un vaso o dos de vino blanco fresquito que tengo en la nevera. Y un kiwi de postre, que es bueno para el estreñimiento. Tomaré un café con leche condensada, que me gusta mucho. Luego vuelvo.
Ya estoy aquí. Ahora son las 19:25 h. He comido bien, no me he desviado ni una pizca del menú que he anunciado líneas más arriba. Me ha dado tiempo en este lapso a hacer la compra semanal y a plancharme unos pantalones. Las tareas domésticas también forman parte de la vida diaria.
Dicho todo lo anterior, imagino que Bona es un tío majo y, seguramente, haríamos buenas migas. Yo he aprendido lo que sé, la pedagogía ratonera o la pedagogía de supervivencia, que es la buena y la que me saca de los apuros —algunos pasamos muchos apuros—, fundamentalmente de mis compañeros, de mis vecinos de aula, y, por supuesto, de mis alumnos, que son mis compañeros de trabajo más inmediatos. No he tenido que ir a recorrer el mundo a ver qué pescaba. He tenido la fortuna de tener a buenas maestras a mi lado. Y digo maestras porque en mi ya larga vida docente sólo en una ocasión he tenido un compañero de nivel. Y cuando más he aprendido y mejor he trabajado ha sido cuando hemos podido trabajar en equipo. Por lo visto, El mejor no ha tenido tanta suerte.
Lectores del blog, in mente tengo dos futuras entradas: El niño, un ciudadano con derechos y Una escuela de francotiradores. Pero ahora viene el siempre frenético final de curso. Lo dejaremos para después del verano.

Carlos Cuadrado Gómez

miércoles, 3 de mayo de 2017

EL POTAJE DE ESOPO 1

EL POTAJE DE ESOPO 1

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Juego simbólico

Algunas lectoras del blog me reprochan que hace tiempo que no escribo entradas nuevas, que se meten en él y que van a dejar de hacerlo, porque desde el 9 de octubre de 2016 no hay nada fresco. Me defiendo diciendo que últimamente no tengo mucho que decir, que estoy en otras escrituras y que estoy dejando la pedagogía como quien deja de fumar o de beber, que es una adicción todavía peor. Pero tienen razón.
Como quien ha dejado el vicio del tabaco y teme que, si fuma un cigarrillo, continuará fumando una cajetilla tras otra, tengo miedo de empezar de nuevo a hablar de educación. Soy un maestro en activo y temo que, cada vez que hablo o escribo del tema, alguien cercano pueda darse por aludido o pueda ofenderse. Nunca es mi intención, pero no me puedo sacudir la impresión de que ese peligro acecha a mi puerta. No obstante, caeré en la tentación y cargaré con las consecuencias.
En esta nueva etapa del blog, no quiero hacer entradas muy largas ni muy sesudas, como algunas del histórico, a las que dedicaba bastante tiempo para documentarme y ofrecer una información contrastada y rigurosa. A partir de ahora hablaré de lo que me venga en gana, opinaré libremente de los temas que me vayan surgiendo a salto de mata. En boca cerrada no entran moscas y quien tiene boca se equivoca, por lo tanto, no estoy libre de errores y meteduras de pata. Si estuviera calladito, eso no me pasaría. De antemano, perdonen las molestias.
Un poco de humor —si es que alguna vez consigo que ese rasgo adorne mi prosa, yo que no tengo ni pizca de gracia como me dicen y repiten mis allegados— y unas risas nunca vendrán mal. La educación es una cosa muy seria, pero con un poco de humor parece que la verdad —la mía, claro— duele menos. Con todo, no renuncio a la tristeza y al dramatismo cuando vengan a cuento, que de todo hay y habrá.
Aviso que me enrollaré de mala manera. Y me desdiré sin ningún pudor. Sin ir más lejos, la primera en la frente: las entradas no serán sesudas, pero podrán ser largas. Montaigne en sus Ensayos habla de lo que le da la gana, sin mucha planificación que digamos. Machado en su Juan de Mairena va desgranando meditaciones a lo Séneca, aparentemente a lo mecagüen diez. Josep Pla en su Cuadern gris cuenta su vida y la vida según le va sucediendo, a toro pasado. Pues, salvando las distancias, un servidor irá en esa línea.
¿De dónde me saco lo de El potaje de Esopo? El potaje es una comida en la que se mezclan legumbres, verduras y alguna cosilla más, y es aplicable a mixturas variopintas. Mi primera idea era llamar a esto miscelánea, que significa mezcla de cosas, y en literatura, obra en la que se tratan muchas materias inconexas y mezcladas (DRAE). Entre ambas palabras, prefiero potaje, que es más popular y tiene más gracia. ¿Esopo? Desde hace años, cuando voy al Museo del Prado, me paro sin falta a mirar el Esopo de Velázquez. Me recuerda a mi tía Filomena, que tenía una pose parecida al hombre del cuadro, que sé que es un hombre por el rótulo que puso Velázquez, porque, si no nos dicen el sexo del personaje, podríamos decir de él que es hombre o mujer indistintamente. La cara del personaje es para mí la viva imagen de la sabiduría; es la cara de alguien entrado en años, con ojeras, con sufrimiento acumulado y con la comprensión de la vida que da vivir con los ojos abiertos. La sabiduría, que no tiene sexo, nos hace más humanos, nos hace conocer y conocernos —que es lo mismo— y nos conduce al desencanto. Todo eso refleja la cara de Esopo. Esopo lleva un libro en la mano, tiene los pies deformados, suponemos que del mucho caminar de acá para allá, y un barreño a su vera, posiblemente para meter los pies en agua caliente con sal para relajarlos y luego rasparles las durezas. Me parece que un maestro o una maestra debería ser una especie de Esopo reencarnado, si es que realmente quiere servir de algo a sus alumnos. En conclusión, que El potaje de Esopo es un buen título, sonoro y sugerente, para estas meditaciones o comentarios a vuela pluma, pienso yo.
Vayamos al tema de hoy. Últimamente tengo la sensación de que los colegios son grandes centros en los que se practica el juego simbólico a toda hora y por parte de todos los sectores. Se juega a la escuela como se juega a los astronautas, a las casitas o a las tiendas. Imagino a niños y a niñas jugando juntos, descreo de los juegos simbólicos por sexos.
Los niños y las niñas juegan a preparar su mochila en casa, y luego a ponerse en la fila, sacar cuadernos y libros, anotar deberes, hacer como que atienden, levantar el brazo cuando se pregunta, jugar en el recreo, hacer exámenes, recibir refuerzos sociales, soportar castigos, etc. Pero realmente al niño no le llega la cultura, no se le brinda la oportunidad de pensar, él cumple con el rito, pero todo se queda en el rito. Está recogido unas horas en el colegio y aprueba exámenes, pero aprende poco.
Los padres y las madres juegan a ser padres y madres con niños y niñas que van al colegio. En el mejor de los casos, preparan con ellos las mochilas, les dan un consejo antes de que entren al colegio, los esperan a la salida, les preguntan qué tal el día y por los deberes, les recuerdan que tienen que estudiar. Pero realmente viven al margen del aprendizaje de su hijo. Quieren que no venga con problemas y que apruebe los exámenes, con buena nota, por supuesto, que nadie se meta con él, que no sufra mucho o nada para aprobar. Van a entrevistas escolares y reuniones generales, rellenan autorizaciones y se wasapean con otros padres y madres para comentar cosas del colegio. Con eso viven tranquilos, pues interpretan cabalmente su papel. Ante el maestro aparentan mucho interés y preocupación por su hijo, pero luego no les duelen prendas que el niño se pase la tarde entretenido con videojuegos y que en la casa no haya un clima de sosiego y estudio. Muchos niños se tiran horas haciendo deberes, cuando los podrían hacer en un rato corto si el ambiente fuera el adecuado. No entro aquí en la cuestión deberes, que es harina de otro costal.
Y los que más juego simbólico juegan son los maestros y las maestras. Juegan a escribir sus programaciones —cómo venga el inspector…—, subir y bajar filas, dar las lecciones del libro de texto, poner exámenes y corregirlos, poner notas, hacer semanas culturales, salir de excursión, acudir a las sesiones de evaluación y del claustro, participar en algún curso de formación. Pero realmente están en otra órbita. No son transmisores ni facilitadores del acceso a la cultura. Sufren, porque sufren un montón, porque el oficio es duro y con muchas aristas, pero educan poco. Tienen sensación de fracaso, de no obtener buenos resultados de su esfuerzo, pero rehúyen una vida dedicada al estudio y no toman medidas profesionales valientes que supongan esfuerzo y constancia. Es difícil que se adopten medidas colectivas de calidad en un colegio. Mantienen las apariencias, cumplen con ritos que no les complican la vida y no se meten en los charcos en los que puedan ensuciarse de barro. Los ritos pueden cumplirse con un sumun de prudencia, una prudencia estéril.
La Administración no se escapa del juego simbólico. Juega a planificar recursos humanos y económicos. Juega a inspeccionar el sistema educativo, que no se diga que no están pendientes. Y juega a hacer evaluaciones externas a los centros, a hacer estadísticas, a escribir medidas de mejora que nunca se ponen en práctica.
Todo esto es una simple sensación, que me deja amargor en la boca, como una almendra amarga o el vino amargo de Rafael Farina. No me hagan mucho caso, soy consciente de que opino de modo sesgado. Pero, si se animan, comenten la entrada, sería interesante.
Para abrir boca en esta sección bautizada como El potaje de Esopo, es suficiente por hoy.


Carlos Cuadrado Gómez

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Esopo
Velázquez (Museo del Prado)

domingo, 9 de octubre de 2016

SOBRE LA JORNADA CONTINUA

SOBRE LA JORNADA CONTINUA

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Confieso que he sido y soy a día de hoy detractor de la jornada continua en los colegios de Educación Infantil y Primaria. He discutido acaloradamente en foros privados y públicos sobre el asunto, defendiendo la jornada continua como mejor para los alumnos. En los claustros en los que se ha planteado el cambio de jornada —siempre de la jornada partida a la jornada continua— mi postura y mi voto han sido contrarios al cambio, aunque sólo en una ocasión mi opción ha ganado la votación del claustro. En este artículo no pretendo explicar la mecánica legal para que se produzca un cambio de jornada, pues es fácil por Internet tener acceso a la legislación correspondiente. Tampoco pretendo sentar cátedra sobre el horario escolar, únicamente expreso respetuosamente mis sensaciones y opiniones, como quien escribe un diario personal con la intención de leerlo más adelante y saber qué pensaba uno cuando escribió lo que escribió. Para mí esta es una guerra perdida y guardo mis energías para otras batallas de las muchas que hay en la escuela pública.
Por azares de la vida, es decir, por el azar que es un concurso de traslados, por primera vez comienzo el curso en un centro con jornada continua. Soy nuevo en el lugar. En un mes es imposible hacer un juicio de valor sobre una institución escolar, que mantengo en el anonimato, pues lo que aquí voy a decir no tiene nada que ver con un centro concreto. Supongo que mis impresiones serían las mismas en cualquier lugar. Adelanto que de momento estoy a gusto y puedo hacer mi trabajo sin cortapisas gratuitas o zancadillas de algún estamento de la institución.
Quiero escribir este artículo antes de que me acostumbre al nuevo horario. Los alumnos tienen tres sesiones antes del recreo (de 09:00 h a 11:45 h) y dos sesiones después (de 12:15 h a 14:00 h). Los profesores trabajamos una hora más (“la exclusiva”) hasta las 15:00 h.
Por primera vez en mi vida laboral, el lunes 3 de octubre me fui a mi casa a las tres de la tarde. Tenía una sensación extraña, me parecía que no había hecho una jornada laboral completa, que me escapaba del colegio. Para mis costumbres, acabé de comer muy tarde: eran las cuatro de la tarde. Estoy acostumbrado a un horario “europeo” de comidas, llevo muchos años comiendo entre la una y media y las dos. Me senté un momento en el sofá y dormité un rato. No me sentó bien. Luego seguí las actividades normales de la tarde a la misma hora que cuando salía a las cuatro del colegio.
Para defender mi posición contraria a la jornada continua he utilizado una serie de argumentos que expondré al final del artículo. Me siguen pareciendo válidos. Pero que esperen de momento.
Como he dicho, antes del recreo tenemos tres sesiones, dos de una hora y una de cuarenta y cinco minutos. Me parece larguísimo para niños de ocho años —tengo un tercero de Primaria—. Y, si es largo para niños de 8 años, para niños de 6, de 5, de 4 o de 3 tiene que ser eterno. Pasan bien las dos primeras horas, pero a las once tienen hambre, sed y ganas de ir al cuarto de baño. No me extraña, porque a mí me pasa lo mismo. Miran el reloj de la clase a partir de las once muchas veces, como diciendo: ¡Cuándo se acaba esto y me puedo echar una carrera!
El martes pasado vinieron a darnos una charla sobre buenos hábitos de higiene y salud. Fue de diez a once. La charla resultó muy aburrida. Cuando se marchó la ponente, ¡todavía nos quedaban tres cuartos de hora para salir al patio! A los chicos les dolían los huesos, ya no sabían cómo ponerse en la silla. Decidí bajar al patio, dar una carrera rápida y volver a clase. Cambié el orden de las asignaturas. Al subir hicimos Plástica, porque ¿quién era el majo que se ponía a dar matemáticas con un mínimo de éxito? Tenían la atención por los suelos. Después del recreo tuvieron una hora de Educación Física. Y a última hora hicimos las matemáticas, de 13:15 h a 14:00 h, más por mi empeño que por condiciones anímicas y mentales de mis alumnos, que no creo que a esas horas estén para matemáticas creativas.
La clase que se da después del recreo es “pasable”: han evacuado, han comido, han corrido y parece que han renovado las fuerzas. Pero la última es muy difícil de aprovechar. Evidentemente, a todo se acostumbra la gente, incluido un servidor, y son niños que tienen este horario desde hace años. Pienso que iremos pillando el ritmo. Ojalá no sea un iluso.
Tengo la sensación de que hacemos una jornada escolar “embutida”, apretada como un chorizo o una morcilla, aunque las horas totales de clase y recreo son las mismas en cualquier tipo de jornada. Los niños se van a las dos, y, “si te he visto, no me acuerdo”. ¡Cuánta tarde tienen por delante! Y no creo que un porcentaje alto de la población infantil del barrio donde está el colegio dedique la tarde a actividades extraescolares de calidad.
Que yo sepa, casi todos los que se quedan a comer en el colegio tienen beca de comedor. El barrio es humilde y muchos niños se benefician de este servicio, cosa que me parece de justicia. No obstante, de mi clase sólo se quedan siete de veinticinco, que es un porcentaje muy bajo en comparación con los alumnos que tenía de comedor cuando trabajaba con jornada partida.
A los compañeros de claustro sólo los veo en el desayuno. Cumplen escrupulosamente su jornada hasta las tres, pero en las reuniones tengo la impresión de que nadie está dispuesto a que se sobrepase esa hora ni un minuto. A esas horas, en las que no se sabe si es mañana o tarde, todo el mundo tiene más hambre que “los pavos de Manolo”. Me parece que no me da tiempo a casi nada, y me traigo bastante trabajo a casa. Esos quince minutillos que se pueden echar de clavo en la exclusiva en una jornada partida se pierden.
Dicho lo anterior, no veo las ventajas de una jornada continua. No me parece que los alumnos salgan beneficiados. Para mí veo la pequeña ventaja de que me ahorro la molestia de tener que arrancar a trabajar después de comer: es un momento crítico, de pocas ganas de coger la tiza, de pensar lo bien que estaría uno en su casa. Pero esa molesta sensación se pasa a los cinco minutos y uno sigue como si tal cosa. En mi caso, siempre he aprovechado bien las tardes. Sé que mucha gente no es de mi opinión, y la respeto.
Ahora es el momento de acometer los argumentos contrarios a la jornada continua que he prometido líneas más arriba.
Ningún estudio “independiente” de los que he consultado (Elena Martín Ortega, Rafael Feito Alonso, Mariano Fernández Enguita, etc.) concluye que la jornada continua mejore los resultados académicos de los alumnos. Tampoco he leído que los empeoren. Se señala que la jornada partida se adapta mejor a los biorritmos de los niños y que hay más fatiga en la jornada continua (matinal). En muchos casos, el comedor escolar y las actividades extraescolares acaban desapareciendo de la institución escolar.
En mi entorno (el Sur de Madrid), que yo sepa, ningún colegio privado, sostenido o sin sostener con fondos públicos, tiene la jornada continua. En la escuela pública con la jornada continua acortamos de facto un par de horas el tiempo en el que la institución está en funcionamiento. El servicio de comedor pasa a formar parte de las actividades extraescolares incluso en el horario, sale de la dinámica general del colegio. Ciertamente, los conflictos del recreo de comedor no llegan al profesorado, empiezan y terminan con los monitores de comedor; con la jornada partida salpican en parte a la labor docente, pero en la mentalidad del niño su comportamiento como comensal no está separado de su comportamiento como alumno, forma un todo en su condición de educando, y pienso que es mejor. No sé qué sucede en la jornada continua, por eso sobre esto no opino más.
La calidad de las actividades extraescolares que alargan el tiempo de comedor hasta las cuatro o las cinco de la tarde no suele ser excelente en los centros públicos, al menos es lo que yo he visto en mi vida profesional. Imagino que las familias prefieren que sus hijos, si es que tienen que estar en el centro hasta las cuatro, estén con maestros que con monitores de tiempo libre, dicho sea con el mayor de los respetos a esos profesionales, de modo que no se produzca un corte en el contínuum educativo desde que los niños entran hasta que salen del colegio. No me extrañaría que hubiera o ya esté habiendo un éxodo a la enseñanza privada de familias con cierto nivel económico y educativo por este motivo. Corremos el riesgo de que haya dos redes educativas que claramente y sin disimulo separen las clases sociales por su nivel económico y cultural: la pública con jornada continua y la privada con jornada partida.
Me parece que para los niños con menos recursos económicos tanta tarde libre incrementa el tiempo dedicado a los videojuegos o a estar en la calle matando el tiempo, haciendo no sabemos qué. Salen perjudicados con este tipo de jornada. Incluso si van a su casa a comer y regresan por la tarde al colegio, es mejor para ellos una jornada partida. Están más tiempo atendidos y controlados por adultos. No es lo mismo meterse en casa a las dos que a las cuatro o las cinco. Esto que digo, por supuesto, no es ninguna afirmación con base científica, me lo dicta “mi particular sentido común”.
En conclusión, en la semana que llevo con la jornada continua no he “experimentado” los beneficios respecto de la jornada partida por ningún lado. Como nunca he vivido en la misma localidad del centro de trabajo y he comido siempre en el comedor escolar, me aprovecho del hecho de comer en mi casa, en silencio, con un “vasico” de vino tinto o blanco —lo recomienda el doctor Fuster; de paso, ahorro dinero porque cocino yo. Y a continuación me doy una cabezada, que no me sienta bien, como he dicho antes. Estoy pensando en eliminarla y, nada más comer, recoger y salir a andar o a hacer las compras en el súper del barrio. Porque me cuesta, con la comida en la boca, leer a Spinoza o revisar el borrador del libro que tengo entre manos para publicar. La verdad es que estoy un poco descolocado con estos horarios. Con toda seguridad, me adaptaré y volveré a mi ser. De momento esto es lo que hay.

Carlos Cuadrado Gómez

miércoles, 10 de agosto de 2016

¿ES QUE NO SE PUEDE ELEGIR AL DIRECTOR?

¿ES QUE NO SE PUEDE ELEGIR AL DIRECTOR?

He seguido por la prensa los conflictos que a causa de la selección de directores ha habido en los últimos meses en la Comunidad de Madrid. En un pleno de julio de la Asamblea de Madrid, en la sesión de control al gobierno de la Comunidad, el consejero de Educación y la propia Presidenta han tenido que responder a preguntas de la oposición sobre la cuestión. Cristina Cifuentes, tirando de estadística, ha dicho que sólo el 3% de los 166 nombramientos de directores que se han hecho a final de curso se han cuestionado (5 casos). Revolotea la sospecha de que los directores se nombren a dedo y de que cuestiones de afinidad política estén influyendo en la selección de dichos cargos.
Tal vez el caso más llamativo ha sido el de Bustarviejo. Leo en una noticia de EL PAÍS (21 de julio de 2016) que «la Comunidad da marcha atrás en su decisión de cambiar al director del colegio de Bustarviejo». Me ha impresionado el vídeo en el que la Guardia Civil y la Policía Nacional tienen que escoltar al nuevo director y a la inspectora de Educación para entrar al colegio. Las protestas sobre nombramientos “oscuros”, en las que se insinúa que ha habido tongo en el proceso de selección, se han producido en más municipios: Getafe, Alcorcón, Alcobendas, San Sebastián de los Reyes, Colmenar, Parla, Puente de Vallecas, etc.
Podemos imaginar el clima de la comunidad escolar de esos centros cuando comience el curso, se asignen tutorías a los profesores del Claustro, se confeccionen los horarios, se elabore la Programación General Anual o se programen las actividades extraescolares. Un clima de enfrentamiento no es el más adecuado para llevar a cabo la labor educativa. Y siempre saldrán perjudicados los alumnos. Contemplo el panorama con preocupación.
Pero me ha llamado poderosamente la atención que en las reinvidicaciones de los colectivos de padres y de profesores no se exija una vuelta a las leyes en las que el Consejo Escolar elegía al director del centro educativo —LODE (1985) y LOPEGCE (1995)—. Estos colectivos piden que se garantice la representatividad de los miembros del centro educativo en las comisiones de selección y que se tomen medidas correctoras para evitar el nombramiento arbitrario de directores, pero no cuestionan el procedimiento en sí.
Un análisis de las leyes de educación en las que se cambia el sistema de elección de la LODE y la LOPEGCE por el sistema de selección —LOCE (2002), LOE (2006), LOMCE (20013)— nos lleva a la conclusión de que la LOMCE no empeora sustancialmente las leyes precedentes en este aspecto. Da más porcentaje a la Administración, pero el problema es que el sistema está viciado de partida y se presta a cualquier desaguisado de los que están saltando a los medios de comunicación. Lo que está sucediendo ya se veía venir cuando se aprobó la LOCE en 2002. Ha tardado en saltar la chispa, pero, si la Administración no actúa con tiento y sentido común democrático, la chispa puede convertirse en un incendio de difícil extinción. Y una vez más estaremos sometiendo a la escuela pública a un permanente revisionismo y a un estado de inestabilidad institucional.
En mi anterior entrada al blog (Por qué es mejor la elección democrática de director, 24 de marzo de 2016), explicaba por qué es mejor la elección que la selección de director. No voy a repetir los argumentos. En otra entrada, la del 11 de marzo de 2015 (El gobierno de los centros. La función directiva -1-), divido las leyes de Educación en relación con el sistema para acceder a la función directiva en dos grupos: las leyes de elección y las leyes de selección, y explico los procedimientos. Recomiendo la lectura de ambas entradas.
Me pregunto: ¿Es que no podemos volver al sistema de elección de director? Recuerdo que tanto en la LODE como en la LOPEGCE era competencia del Consejo Escolar la elección del director del centro educativo. Los candidatos debían cumplir una serie de requisitos para poder presentarse al cargo. Pero el Consejo Escolar, siempre que la votación fuera por mayoría absoluta, decidía quién desempeñaba las labores directivas, controlaba el cumplimiento de los proyectos de dirección y era parte implicada directamente en desarrollo de la vida escolar. La filosofía de las nuevas leyes, que se han decantado por la selección, no ha contribuido a mejorar el clima de convivencia de los centros educativos ni el nivel de nuestros alumnos, al menos en lo que a mí alcanza.
Reivindiquemos un cambio legislativo en este sentido. No entiendo que no se levanten voces públicas (partidos políticos, sindicatos, asociaciones de familias, asociaciones de estudiantes, etc.) en contra de un sistema de selección que favorece el nombramiento a dedo de los directores y su mantenimiento en los cargos con independencia de la calidad de su labor directiva. Aquí, en nuestra joven democracia, se han hecho las cosas de otra manera durante bastantes años. No lo olvidemos.
Vaya desde este blog la reivindicación de un sistema de elección democrático de los equipos directivos, porque difícilmente se educa en valores democráticos si nuestras estructuras organizativas no lo son.

Carlos Cuadrado Gómez