CARTAS A RAMÓN
Octava carta
8 de diciembre de 2021
Querido Ramón:
Octavio Paz: Sólo el presente es
permanente. E imparable, añado.
Coincidimos en que no nos gusta que pase
el tiempo, en que no vivimos esperando el siguiente fin de semana o las
siguientes vacaciones. ¡Es tan apasionante la vida que lamentamos que pase tan
rápido, es decir, que se acabe! Pero el paso del tiempo, de ese presente
permanente y huidizo, es ineluctable y aquí me tienes a las puertas de la
“presente” Navidad, sin saber, una vez más, cómo rematar el trimestre y cómo
evaluar con exactitud y justicia, profesionalmente diríamos, a mis alumnos. ¿No
has aprendido, Carlos, en tantos años de escuela? Pues no, no he aprendido, y
me sigue poniendo mal cuerpo, como la primera vez.
Realmente sé hacerlo, creo que bien, pero
no con los criterios de nuestra legislación y con los esquemas y prejuicios de
nuestra sociedad. No voy a escribir hoy un tratado sobre la evaluación: qué es,
para qué sirve, cómo se hace ―cómo se hace bien, se entiende―, cómo la
evaluación mejora nuestro trabajo y ayuda a nuestros alumnos. Pero me lamento
de esta encerrona en la que nos encontramos tantos maestros cuando llegan los
finales de trimestre.
En estos días se muestra con severidad
la disociación que hay entre el ordenamiento legislativo vigente y la realidad
de la escuela. ¡Enorme e insalvable!
Saldremos del apuro, sin duda,
batallando como gato panza arriba con las “apariencias”, los “papeles” y “nuestro
sentido común” pedagógico.
La chapuza evaluativa ―no nos permiten
otra cosa los de arriba― se traduce en números y estadísticas, que llegan a los
“centros oficiales de análisis” para confirmar la enormidad del fracaso escolar
de nuestros alumnos, y eso que los números les llegan blanqueados. Si
siguiéramos “sus criterios” ―los criterios de los de arriba, se entiende―, el
desastre parecería mayúsculo, tan demoledor o más que el volcán de la Palma.
Claro, la palabra “fracaso” es demasiado
grande o cruel para referirse a un alumno que saque menos de un “cinco” en tal
o cual asignatura: «¡Ha sacado un tres, es un fracasado!». Fuerte, ¿no? Me
muevo en el mundo de la educación infantil y la primaria. Un alumno de esas
etapas no fracasa, caray. Cuanto más jóvenes son los alumnos, más se esfuerzan
y menos se puede decir que, como individuos y bajo su exclusiva responsabilidad,
“fracasan”.
Pienso que los niños vienen al colegio a
aprender, a educarse como ciudadanos, a tener un contacto positivo con la
cultura y el saber. Si eso no sucede, es el sistema el que fracasa; ellos no.
Detrás de esos “fracasos escolares” hay un sistema obsoleto ―tal vez se adapta
a los grupos sociales que redactan las leyes―, una escuela sin medios, unos
maestros mal preparados, unos barrios dejados de la mano de Dios, unas familias
sin estabilidad económica y emocional, machacadas desde muchos frentes. Como se
puede comprender, la “cosa” es algo más que un tres, un cinco, un siete o un
nueve.
¿Hay que evaluar? Por supuesto que sí, pero
de modo “escolarmente correcto”. El modo de evaluar los resultados de una
empresa de calzado o de una tienda de electrodomésticos no es extrapolable a la
realidad escolar, que tiene su propia idiosincrasia: esa extrapolación es errónea.
Aquí no calificamos la calidad de una partida de jamones serranos, ni
clasificamos a los alumnos como se clasifican los jamones para asignarles un
precio de mercado, aquí tratamos con personas que se están educando en los
primeros años de su existencia. Lo nuestro ha de tener un “tratamiento particular
y especial”.
Si a esto le unimos la losa de los
libros de texto, compréndase que la complicación para “hacer pedagogía” es
mayúscula. He dedicado artículos, capítulos de libros y tertulias a analizar
esta lacra de la educación, de la que no me desprenderé mientras sea maestro.
Me dijo el otro día una compañera, creo que citando al alguien: «Los maestros
hacen pedagogía algunos días en septiembre, hasta que comienzan los libros de
texto». Sabia y acertada reflexión. A estas alturas del trimestre, Ramón, somos
muchos los que comprendemos que no terminaremos los libros “a tiempo”. Las
familias pagan y ¿cómo no vamos a utilizar algo tan caro? Los que nos dan
recetas fáciles y radicales sobre la cuestión, evidentemente desconocen el día
a día del sistema educativo español.
¿Dónde está el paidocentrismo en toda
esta “movida”? Si alguien lo ve en algún rincón, bajo alguna alfombra, tras una
puerta, por favor, avise a los demás.
Sacaríamos punta a tantos aspectos de
nuestra escuela, Ramón, que sobrepasaríamos a la princesa Sherezade: con mil y
una noches no nos llegaría.
¿Qué salva a la escuela? Sin duda, los
niños y sus maestros cuando “pasan de todo” y trabajan con ilusión en aquello
que se planifica al margen de los intereses creados de gobernantes y empresas
editoriales. Eso sucede las poquitas veces que podemos, claro.
Hoy, Ramón, esto es lo que me sale de
las tripas. Y lo comparto contigo.
Estos días en los medios de comunicación
comentan que los colegios serán hospitales de campaña para vacunar del COVID-19
a la población infantil. Si se llega a hacer, ya te comentaré. Mientras tanto,
esperaremos instrucciones. Imagino que los “flecos” principales de la
organización del magno evento sanitario se los dejarán a los propios colegios,
como siempre. ¿Alguien hablará bien de los docentes en los medios de
comunicación cuando se acabe la vacunación infantil? No lo creo.
Mal de muchos, consuelo de tontos. Sin
complejos, yo me incluyo en el grupo de los consolados. Si a algún docente le
consuela leer esta carta, la daré por bien empleada.
Ramón, con José Manuel comeremos juntos
antes de la Navidad, pero aprovecho para felicitarte las fiestas a ti ya todos
los lectores del blog. Pasar una buena Navidad ayuda a afrontar mejor “el año
que viene”, con otra alegría.
Siempre tuyo:
Carlos
Cuadrado Gómez